Se le considera la persona más inteligente del mundo, alguien con una mente prodigiosa y cuyo cociente intelectual estaba entre los 250 y los 300 puntos. William James Sidis fue una calculadora humana y un genio de la lingüística, alguien de quien se esperaban logros asombrosos por ser tan inteligente, sin embargo, hubo una asignatura pendiente que jamás resolvió y que se lo llevó de forma temprana: la tristeza.
Su cerebro era algo fuera de lo común. Cursó 7 carreras universitarias, hablaba perfectamente 40 idiomas, escribió infinidad de artículos y 15 libros que no le valieron en absoluto para alcanzar la fama, o al menos, para que el gran público tuviera en cuenta sus conocimientos. William fue un genio más que hoy en día habita en el Olimpo del olvido, un joven excepcional que nunca tuvo demasiada suerte, que no pudo ni supo encontrar su lugar en el mundo.
Se dice que empezó a hablar a los 6 meses, que con 8 meses comía solo, y que con 18 meses ya podía leer el periódico The New York Times. Con ocho años hablando de manera fluida el francés, el alemán, el ruso, el turco y el armenio, dominando el latín y por su puesto el inglés, su lengua materna. Además, creó un idioma nuevo llamado Vendergood que los lingüistas estudiaron y calificaron como muy completo, correcto y fascinante. Llegados los 9 años, el pequeño William ya llevaba cuatro libros escritos sobre anatomía y astronomía.
Este niño fue William James Sidis, hijo de dos inmigrantes ruso-judíos y nacido en Nueva York el 1 de abril de 1898. Se ha dicho mucho de él y se ha escrito sin duda muchísimo más, y como siempre ocurre en estos casos, a menudo se hace ficción con la realidad, se exageran datos y se novela la biografía de un hombre con la pluma de lo romántico y la tinta de lo fantástico, cuando lo que tenemos es una historia bastante cruda. Y aun así, tremendamente interesante desde el punto psicológico.
Los testimonios físicos y documentales avalan un gran número de hechos. Uno de ellos es tan simple como trascendente: William J. Sidis jamás tuvo infancia, jamás pudo disfrutar del derecho a ser niño, a pesar de ser tan inteligente. Con solo 9 años fue aceptado en la Universidad de Harvard y en una fría noche de enero de 1910, con 12 años, dio su primera conferencia sobre la cuarta dimensión frente a la comunidad científica y la prensa de la época.
Sus padres, un reconocido psicólogo ruso y una de las primeras doctoras en medicina de la época tenían muy claro su objetivo: querían un genio. Educaron su mente olvidando por completo lo más esencial: su corazón, sus emociones.
Para conocer cada detalle de la vida del que se considera “el hombre más inteligente del mundo”, disponemos del libro “The Prodigy: A Biography of William James Sidis, America’s Greatest Child Prodigy”, de Amy Wallace. En él nos llama rápidamente la atención el tipo de crianza que recibió nuestro protagonista.
Tanto su padre como su madre tenían una mente brillante, de ahí que el factor genético tuviera su parte de importancia a la hora de desarrollar esa elevada inteligencia en él. Sin embargo, el propósito de esta pareja a la hora de tener un hijo tan claro como polémico: querían entrenar el cerebro de un niño para que fuera un genio.
A la genética se le añadió sin duda un entorno facilitador, altamente estimulante y orientado a un fin muy concreto. Se sabe que su padre, Boris Sidis, utilizaba sofisticadas técnicas -incluyendo la hipnosis– para potenciar tempranamente las capacidades y el potencial de su hijo.
Su madre, por su parte, dejó la medicina para, según ella, “modelar” al niño e innovar en nuevas estrategias de enseñanza. Cabe decir que el propio William, sin duda, también mostraba una clara disposición hacia el aprendizaje. Sin embargo, hubo algo que siempre lo marcó y lo traumatizó: la exposición al público y a los medios.
Los padres publicaban informes académicos cada poco tiempo mostrando los logros del niño. La prensa estaba pendiente de él, así como la comunidad científica. Se sabe que mientras estudió en Harvard sufrió el acecho diario de la prensa. Tras licenciarse cum laude y dejando a los académicos asombrados sobre sus teorías de la cuarta dimensión, lo llevaron a la Universidad de Houston para dar clases de matemáticas, mientras iniciaba a su vez, la carrera de derecho.
William no terminaría la carrera de derecho ni ninguna otra, a pesar de ser tan inteligente. Aún no tenía 17 años cuando decidió reaccionar frente a ese entorno académico y experimental donde se sentía como un ratón de laboratorio, observado con lupa y analizado en cada aspecto y en cada pensamiento. En 1919 fue arrestado y llevado a la cárcel por iniciar una manifestación y reclutar jóvenes para un movimiento comunista.
Dada la influencia de sus padres y la relevancia de su figura, se le excarceló rápidamente. Sin embargo, en su empeño de defenderse de sus padres y de la propia sociedad volvió a reincidir, causando levantamientos juveniles en contra del capitalismo y mostrándose altamente arrogante frente a los jueces. Finalmente, se le encarceló durante dos años logrando así lo que tanto deseaba: soledad y aislamiento.
Tras recobrar la libertad, lo primero que hizo William J. Sidis fue cambiarse el nombre. Deseaba una vida anodina, pero cada poco tiempo era encontrado por sus padres o la prensa, iniciando así una continua peregrinación por Estados Unidos donde buscar trabajos esporádicos y hacer lo que más le gustaba: escribir. Hizo múltiples publicaciones bajo varios pseudónimos. Escribió libros sobre historia y otros sobre teorías de los agujeros negros. Según sus biógrafos, pueden existir decenas de libros olvidados donde bajo alguna falsa identidad se esconda en realidad la figura de William J. Sidis.
William J. Sidis amó a una sola mujer: Martha Foley, una joven activista irlandesa con la que tuvo una relación tan compleja como desigual. La foto de esta mujer fue la única pertenencia que encontraron en su ropa cuando en 1944 hallaron su cuerpo sin vida en un pequeño apartamento de Boston. Tenía 46 años y falleció por un derrame cerebral.
Sus últimos años los había pasado de tribunal en tribunal. La prensa disfrutaba difamándolo: “el niño prodigio que no llegó a nada llora ahora mientras trabaja como mozo de almacén”, “el hombre más inteligente del mundo tiene una vida miserable”, “el genio de las matemáticas y la lingüística se ha quemado”, “William J. Sidis se ha cansado de pensar“.
Desconocemos si realmente se cansó de pensar e incluso de vivir. No obstante, de lo que sí se deduce al leer sus biografías es que se cansó de la sociedad y de ese entorno familiar y académico que había puesto sobre él altísimas expectativas antes incluso de que naciera.
William James Sidis sigue siendo a día de hoy la persona con mayor cociente intelectual registrado. Le sigue el joven Terence Tao con un CI de 225-230, un joven matemático australiano que da clases en la actualidad en la Universidad de Los Ángeles.
No obstante, es muy probable que en algún lugar del mundo haya uno o varios niños prodigio, no identificados aún, que igualen superen estas puntuaciones de inteligencia. La verdad es que no importa, porque las cifras solo son eso, cifras. Lo esencial en estos casos es que se les permita tener una infancia, ser niños, disfrutar de vínculos emocionales seguros donde realizarse personalmente en aquello que deseen, en libertad y sin presiones.
Porque como ya hemos podido comprobar con esta historia, en ocasiones una elevada inteligencia no es sinónimo de felicidad.
Fuentes: