Cultura general

La iluminación de Buda: Cómo alcanzó la sabiduría eterna

Siddharta Gautama, más conocido como Buda, nació alrededor del año 558 a. C. en el reino de Sakya, ubicado en lo que hoy es Nepal, cerca de la India. Era hijo del rey Suddhodana y la reina Maya, aunque tristemente, esta falleció solo siete días después del parto. Por eso, Siddharta fue criado por su tía materna, Mahaprajapati, quien asumió el rol de madre desde sus primeros días.

Desde pequeño vivió en el lujo total: tenía tres palacios, uno para cada estación —invierno, verano y época de lluvias—. Estaba rodeado de doncellas, bailarinas, músicos y, por supuesto, nunca le faltó ropa fina de seda ni sirvientes atentos. Lo describen como un joven de complexión delicada, inteligencia sobresaliente y educación refinada, tanto que sorprendía incluso a sus propios maestros por su rapidez para aprender.

A los 16 años, se casó con su prima Yasodhara, con quien tuvo un hijo llamado Rahula, quien más tarde sería uno de sus discípulos más cercanos. A pesar de su vida cómoda, Siddharta sentía una inquietud profunda.

En una de sus salidas secretas al mundo exterior —porque sí, salía a escondidas del palacio—, se topó con un anciano, un enfermo, un cadáver y un monje. Aquello fue un sacudón: la vejez, la enfermedad y la muerte le revelaron el sufrimiento inevitable de la existencia. El monje, en cambio, le mostró que buscar un sentido a la vida era posible. Así empezó su camino lejos de los lujos… y hacia la iluminación.

Su destino era Magadha, una región donde hervían los cambios culturales y filosóficos más importantes del momento. Durante el camino, Siddharta tomó una decisión radical: se rapó la cabeza, dejó atrás sus joyas y ropas lujosas, y continuó como un simple mendicante. Nada de lujos, solo búsqueda interior.

Ya instalado, se sometió durante seis años a duras prácticas de mortificación y estudio de la meditación con distintos maestros. Practicaba combinaciones de tapas (austeridad) y samadhi (concentración profunda). Pero, con el tiempo, notó que ninguno de sus maestros tenía el dharma capaz de llevarlo a la liberación total. Así que, como quien busca una respuesta que nadie puede darle, decidió continuar solo.

Su travesía lo llevó a las cercanías de Bodh Gaya, en la India, donde encontró un sitio propicio para meditar. Allí practicó una concentración profunda basada en el Dharmakaya, enfocándose en la esencia última de todos los fenómenos. Después de años de entrenamiento, presintió que estaba muy cerca de la iluminación.

Entonces, se dirigió al famoso Árbol Bodhi, se sentó en postura de meditación y juró no levantarse hasta alcanzar la verdad absoluta. Pero claro, nada es tan fácil: apareció Mara Devaputra, el señor de las tentaciones, con su escuadrón de terrores. Le lanzó desde flechas hasta montañas enteras. Literal. Pero Siddharta, tranquilo como si nada, no se movió ni un milímetro. Porque cuando estás a punto de convertirte en Buda, no hay demonio que te haga temblar.

Cuando Mara Devaputra se dio cuenta de que los sustos no funcionaban, cambió de táctica: mandó a un ejército de hermosas doncellas para seducir a Siddharta. Pero sorpresa… eso solo hizo que el futuro Buda entrara en un estado de meditación aún más profundo. No solo venció el miedo, sino también el deseo. Por eso, más adelante sería conocido como el Buda Victorioso.

La iluminación de Buda se narra como una experiencia que ocurrió en una sola noche, dividida en cuatro vigilias. Durante estas, pasó por diferentes niveles de absorción meditativa (dhyanas) y comprendió la originación dependiente, que básicamente explica cómo el samsara —el ciclo de sufrimiento— se construye a partir de la ignorancia. Nada mal para una noche de meditación, ¿no?

En la primera vigilia, el Bodhisattva recordó cada una de sus vidas pasadas: “En tal lugar fui tal persona, con tal nombre, y luego reencarné en tal otro…” Así, una tras otra, miles de existencias desfilaron ante su mente. Y con cada recuerdo, sentía más compasión. Observó cómo todos los seres están atrapados en ese ciclo sin fin: nacen, mueren, se despiden de sus seres queridos y siguen girando en la rueda del sufrimiento.

En palabras del poeta Ashvaghosha: “El mundo está desahuciado, como una rueda que gira y gira”. Y al ver esto con claridad absoluta, comprendió que el samsara es tan vacío e ilusorio como la médula de un plátano. Sí, así de frágil es todo cuando se ve desde la iluminación.

Durante la segunda vigilia, Siddharta desarrolló lo que en el budismo se conoce como el ojo divino, una visión clarísima que le permitió ver las vidas pasadas de todos los seres. Según Ashvaghosha, “vio el mundo entero como un espejo pulido”, donde aparecían los destinos de dioses, humanos, animales, fantasmas hambrientos, titanes y seres del inframundo. Cada uno siguiendo su camino, todos atrapados por el karma. Al experimentar el universo como si fuera parte de su propio cuerpo, brotó en él una compasión inmensa. No desde la lástima, sino desde la comprensión más profunda.

En la tercera vigilia, el Bodhisattva dio un salto más allá de la meditación tradicional de la época. Dejó atrás el simple samadhi y accedió a la visión penetrante del vipashyana, una forma de discernimiento que va directo al corazón de la realidad. No se quedó en lo bonito del silencio mental: vio la esencia de todas las cosas.

Desde ese estado tan elevado, no encontró rastro de ego, ningún “yo” al que aferrarse. Como una fogata que se apaga cuando se queda sin leña, Siddharta alcanzó la calma total. Había llegado al final del camino. Con serenidad se dijo: “Este es el camino verdadero, el que han recorrido los sabios del pasado, aquellos que han visto lo más alto y lo más bajo, y han tocado la verdad última”.

Y todo esto… aún antes del amanecer.

Durante la cuarta vigilia, el Bodhisattva despierta a la budeidad completa, alcanzando un estado de omnisciencia. Este despertar se sella con una imagen potente: ve a Venus, la estrella del amanecer, no como algo externo, sino como una con él. La separación desaparece. Esa visión no dual es la verdadera disolución de la ignorancia. En ese instante, Buda no es un ser, es una forma de ver, una percepción pura sin filtros.

No hay sujeto, ni objeto, ni atracción, ni rechazo. Por lo tanto, no hay sufrimiento. En palabras poéticas: “Buda Shakyamuni ve la estrella de la mañana. La estrella de la mañana ve a la estrella de la mañana. Buda Shakyamuni ve a Buda Shakyamuni. Ver ve el ver.” Sí, es profundo, pero esa es la esencia de la iluminación.

A partir de ahí, Buda Shakyamuni enseñaría las Cuatro Nobles Verdades, pilar del budismo theravada. En resumen: el sufrimiento existe, su causa es el deseo, y este surge por ignorancia, ya que se anhelan cosas impermanentes. Y claro, si algo no dura, siempre deja una espinita de insatisfacción.

Al principio dudó si debía compartir su descubrimiento. Pero al mes, ofreció su primer sermón en Sarnath, cerca de Benarés, ante sus cinco antiguos compañeros. Ellos se convirtieron en sus primeros discípulos y en el núcleo de lo que sería la comunidad budista. Cuando los consideró preparados, los envió a predicar. Solos, sí, pero con una verdad que cambiaría el mundo.

Buda predicó durante cuarenta y cinco años, sin descanso. Recorrió el valle del Ganges, visitó varias veces su ciudad natal y se levantaba cada día al amanecer para caminar entre 25 y 30 kilómetros. ¿Su objetivo? Compartir su enseñanza sin esperar nada a cambio. No pedía ofrendas, ni hacía distinciones entre castas o géneros. Hablaba con reyes, mendigos y campesinos por igual. Aunque sus ideas iban contra la corriente de los brahmanes, nunca fue perseguido ni por ellos ni por ningún gobernante. No buscaba agitar, sino despertar.

Cuando tenía 81 años, ya muy débil, decidió emprender un viaje de regreso a su tierra. Pero en el camino, en Kusinagara, enfermó. Según algunas fuentes, contrajo una infección, probablemente disentería, que lo llevó a la muerte. Aun así, continuó enseñando hasta sus últimos días. Su cuerpo fue incinerado siete días después, y las cenizas fueron repartidas entre sus seguidores como símbolo de unión y recuerdo.

El ascetismo de Buda tenía raíces en religiones antiguas, pero su visión era completamente distinta. No vino a ofrecer un nuevo dios ni a revivir antiguos rituales. Quería despertar a cada persona a su realidad interior, mostrar que estamos radicalmente solos… pero que eso no es malo si aprendemos a ver. En lugar de ritos y sacrificios, propuso la meditación y el recogimiento, dándole valor a la oración silenciosa y personal. Para él, el verdadero altar estaba en el interior, y el corazón humano era el centro del universo.

Rodrigo

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