Buda predicó durante cuarenta y cinco años, sin descanso. Recorrió el valle del Ganges, visitó varias veces su ciudad natal y se levantaba cada día al amanecer para caminar entre 25 y 30 kilómetros. ¿Su objetivo? Compartir su enseñanza sin esperar nada a cambio. No pedía ofrendas, ni hacía distinciones entre castas o géneros. Hablaba con reyes, mendigos y campesinos por igual. Aunque sus ideas iban contra la corriente de los brahmanes, nunca fue perseguido ni por ellos ni por ningún gobernante. No buscaba agitar, sino despertar.
Cuando tenía 81 años, ya muy débil, decidió emprender un viaje de regreso a su tierra. Pero en el camino, en Kusinagara, enfermó. Según algunas fuentes, contrajo una infección, probablemente disentería, que lo llevó a la muerte. Aun así, continuó enseñando hasta sus últimos días. Su cuerpo fue incinerado siete días después, y las cenizas fueron repartidas entre sus seguidores como símbolo de unión y recuerdo.
El ascetismo de Buda tenía raíces en religiones antiguas, pero su visión era completamente distinta. No vino a ofrecer un nuevo dios ni a revivir antiguos rituales. Quería despertar a cada persona a su realidad interior, mostrar que estamos radicalmente solos… pero que eso no es malo si aprendemos a ver. En lugar de ritos y sacrificios, propuso la meditación y el recogimiento, dándole valor a la oración silenciosa y personal. Para él, el verdadero altar estaba en el interior, y el corazón humano era el centro del universo.