Historia

La Verdadera Historia de las Brujas: Mito, Magia y Persecución

Pócimas, conjuros y adivinación fueron algunas de las prácticas más comunes entre aquellas mujeres que hoy conocemos como brujas. A lo largo de los siglos, especialmente desde la Edad Media, su imagen fue distorsionada hasta convertirse en caricatura: narices puntiagudas, escobas voladoras y risas maléficas. Sin embargo, detrás de esa versión folclórica se esconde una historia mucho más rica… y mucho más respetable.

Estas mujeres eran, en realidad, portadoras de conocimientos ancestrales. Dominaban la herbolaria, sabían cómo aprovechar las propiedades de las plantas y los minerales, y aplicaban este saber para curar enfermedades, aliviar dolores o proteger a sus comunidades. Lo que muchos llamaron magia, hoy podríamos considerar como una forma temprana de ciencia aplicada. No por nada, su legado es visto como el preámbulo de la alquimia, una disciplina que eventualmente daría paso a la química moderna.

En muchas culturas antiguas, las hechiceras no eran temidas, sino veneradas. Lejos de ser figuras oscuras, eran guías espirituales y líderes comunitarias. Su misión era proteger a su gente de fuerzas negativas, tanto físicas como espirituales.

Así que, la próxima vez que pienses en brujas, recuerda que antes de ser perseguidas, muchas de ellas fueron sabias, sanadoras y pioneras del conocimiento científico. Quizá no llevaban batas de laboratorio, pero su curiosidad y observación del mundo sentaron las bases para lo que hoy llamamos ciencia.

¿Por qué, si también existían brujos, la caza de brujas apuntó casi exclusivamente a las mujeres? La respuesta parece tener raíces profundas en la historia, la religión… y el control social.

En la Biblia, hay varios pasajes que vinculan a la mujer con lo maligno. Uno de los más citados es Éxodo 22:18: “A la hechicera no la dejarás que viva”. Curiosamente, el mandato apunta específicamente a la hechicera, no al hechicero. Esta línea fue interpretada durante siglos como un permiso divino para perseguir a las mujeres que “se desviaran del camino”.

Pero la brujería fue más una excusa que una verdadera causa. Lo que realmente incomodaba era la autonomía femenina. Muchas de estas mujeres sabían preparar infusiones, ungüentos o tónicos con fines anticonceptivos o abortivos. En una Europa diezmada por la peste negra, con un tercio de su población desaparecida, eso era un problema: se necesitaban más nacimientos, no menos.

Eliminar a estas sabias era una forma de garantizar el crecimiento poblacional… y reforzar un orden social patriarcal.

Así, bajo la etiqueta de “brujas”, se escondía un ataque sistemático contra mujeres que desafiaban normas, ayudaban a otras a decidir sobre su cuerpo o simplemente sabían demasiado. La comunión con el Diablo fue solo el disfraz perfecto para justificar la persecución.

La historia de las brujas es, en realidad, la historia de cómo se silenció el poder femenino disfrazándolo de herejía.

Tras la peste negra, Europa no solo perdió millones de vidas, sino también su viejo orden social. El sistema feudal se tambaleó por la falta de mano de obra esclava, afectando especialmente a la Iglesia, que controlaba cerca del 30% de las tierras y vivía del cobro de tributos. ¿La solución que se promovió desde los púlpitos? Procrear sin medida como mandato divino.

Pero había un “obstáculo”: las parteras. Ellas no solo asistían partos, también conocían a fondo el uso de plantas medicinales para controlar la fertilidad. En otras palabras, sabían cómo evitar embarazos… justo cuando el objetivo era poblar a toda costa.

Ese saber ancestral fue perseguido. El Malleus Maleficarum, infame manual de caza de brujas, lo dejaba claro: «Nadie es más peligrosa a la Fe Católica que las parteras (…). Procuran abortos y ofrecen niños al Diablo.» No es sutileza, es estrategia: se demonizó a quien tuviera poder sobre la vida y la fertilidad.

En esa época, los médicos solo atendían a nobles o reyes, y ni se les ocurría examinar a una mujer. Así que las comadronas eran las únicas que podían ayudar en un parto… o evitar el siguiente. Su existencia desafiaba tanto a la medicina oficial como al discurso religioso.

Y como suele pasar en la historia: lo que no se puede controlar, se elimina. Las llamaron brujas, pero lo que realmente les dolía era su conocimiento… y su influencia.

La mala fama de la brujería no nació sola: creció a la sombra de la expansión del cristianismo. Aunque ya las leyes hebreas prohibían la práctica de magia o invocación de fuerzas invisibles, fue con el auge cristiano que esa censura se volvió persecución abierta. Una ironía histórica: los perseguidos se convirtieron en perseguidores.

Las brujas no solo desafiaban la fe; también inquietaban al orden político y científico de la época. ¿La razón? Muchas poseían un conocimiento empírico superior al de los hombres instruidos. Sin embargo, nadie iba a admitir públicamente que el problema era que “sabían demasiado”. Así que se optó por otra narrativa: bruja = enemiga de Dios.

Durante la Edad Media, el uso de plantas medicinales estaba rodeado de simbolismo y mística. Algunas se recolectaban solo en luna llena, otras durante la noche de San Juan o cuando el Sol entraba en cierto signo del Zodiaco. A esos rituales se les atribuían propiedades mágicas, aunque en el fondo reflejaban una profunda conexión con los ciclos naturales.

Estas prácticas eran vistas con sospecha, claro. Para la autoridad eclesiástica, esa sabiduría ancestral —aunque efectiva— tenía “olor a herejía”. Y es que lo que no podían explicar, preferían tacharlo de diabólico. Al final, no importaba si sanaban o ayudaban… lo imperdonable era que no necesitaban permiso para hacerlo.

Aunque hoy nos parezca de cuento, está más que comprobado que muchas de las plantas usadas por brujas y hechiceros medievales tenían efectos bien reales… y bastante intensos. Algunas de esas hierbas, lejos de ser solo ingredientes de pócimas misteriosas, eran auténticos cócteles químicos que alteraban la mente. ¿Un ejemplo? La famosa mandrágora, cuya raíz con forma humana ha inspirado más leyendas que cualquier novela de fantasía. O el estramonio, cuyo nombre proviene de “estremonia”, que significa, ni más ni menos, brujería.

También está la belladona, del italiano bella donna, ya que las doncellas la usaban para dilatar las pupilas y parecer más encantadoras —aunque con efectos secundarios bastante peligrosos. Y el beleño negro, que no solo suena oscuro, sino que lo era: era uno de los ingredientes estrella en los ungüentos de brujas para asistir a sus célebres aquelarres.

El problema fue que este conocimiento botánico terminó siendo su condena. Saber usar estas plantas psicotrópicas para aliviar dolores o provocar visiones era suficiente para que alguien —principalmente una mujer— fuera acusada de brujería. La Santa Inquisición, en su afán por erradicar “el mal”, mandó a la hoguera a cerca de medio millón de personas durante este periodo.

La verdad es que aquellas mujeres no volaban en escobas ni hacían pactos con el Diablo. Pero sí sabían mucho más de plantas que los propios médicos de su época. Y eso, al parecer, era imperdonable.

Los números dan escalofríos. En solo tres meses, en Ginebra (Suiza), fueron ejecutadas 500 supuestas brujas. En Inglaterra, durante el Long Parliament, el Dr. Zachary Cray reportó que 3.700 mujeres fueron quemadas vivas. Y eso es solo el comienzo. Las primeras décadas del siglo XVI vieron a 40.000 brujas condenadas en tierras inglesas. En Francia, bajo el reinado de Francisco I, la cifra llegó a las 100.000. En el País Vasco francés, un inquisidor se llevó por delante a unas 500 personas. ¿Y España? Con Felipe V, 1.600 personas terminaron en la hoguera. Todo por saber usar hierbas, hablar con la luna o tener demasiada curiosidad por la naturaleza.

A pesar de siglos de persecuciones y juicios más teatrales que legales, el legado de las llamadas brujas no desapareció. Hoy en día, la brujería ha dejado de ser ese monstruo oscuro y amenazante que nos contaron en la escuela. Aunque aún existen prejuicios, ya no son tanto de género, sino más bien de creencias religiosas arraigadas. Sin embargo, muchas personas han comenzado a ver en estas prácticas una forma de conexión espiritual, un camino de autoconocimiento o simplemente una forma distinta de buscar equilibrio.

Lo más impactante no es el pasado sangriento, sino el presente resistente. Porque a pesar de siglos de fuego, miedo y silencio, la tradición brujil no solo sobrevivió… también se renovó. Y ahí está, más viva que nunca, echando raíces en pleno siglo XXI.

Andrés R.

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