Pasatiempos

Los 6 verdugos más sanguinarios de la historia: Crueldad con sello oficial

Hoy vas a conocer la historia de algunos verdugos que marcaron un antes y un después en la humanidad. Y sí, comenzamos con uno que parece sacado de una pesadilla: Vasili Blokhin.

Considerado por muchos como el verdugo más sanguinario de la historia, Blokhin fue un militar ruso que, tras luchar en la Primera Guerra Mundial, se unió a la Cheka (la policía secreta soviética) en 1921. Su lealtad y falta de escrúpulos llamaron la atención de Stalin, quien lo nombró jefe ejecutor del NKVD en 1926. Spoiler: no era para repartir galletas.

Su acto más escalofriante fue durante la Masacre de Katyn, en plena Segunda Guerra Mundial. En 1939, después de que Alemania invadiera Polonia, la Unión Soviética ocupó el este del país. Aunque no declararon la guerra oficialmente, capturaron a más de 20,000 oficiales polacos. Y el 5 de marzo de 1940, Stalin firmó la orden de ejecución.

Durante 28 noches seguidas, Blokhin se encargó personalmente de asesinar a más de 6,000 prisioneros, trabajando desde el atardecer hasta el amanecer. Su ritmo era tan inhumano como eficiente: un disparo en la nuca cada tres minutos, unas 250 ejecuciones por noche. Y para no mancharse el uniforme (ni de sangre ni de culpa, al parecer), usaba un delantal de cuero y guantes de piel, como un siniestro carnicero soviético.

Sí, Blokhin no solo cumplía órdenes: las ejecutaba con precisión quirúrgica. Literalmente.

Las ejecuciones de Vasili Blokhin parecían sacadas de una película de terror… pero eran completamente reales. Tras firmar los documentos de identificación, los oficiales polacos eran llevados con las manos atadas a una pequeña sala, diseñada para matar en serie: paredes insonorizadas, un desagüe en el suelo, una manguera y una puerta secundaria. El proceso era tan frío como sistemático.

Los hacían arrodillarse, y en cuestión de segundos recibían un disparo en la parte posterior del cráneo. Morían al instante. Luego, sus cuerpos eran arrastrados fuera por una escotilla, se lavaba la habitación con la manguera… y entraba el siguiente. Así una y otra vez, todas las noches, durante casi un mes.

Blokhin usaba una pistola Walther PPK de 7.65 mm, no por capricho, sino porque tenía poco retroceso. Ya sabes, menos dolor de muñeca tras cientos de disparos al día. Eficiencia ante todo… incluso para matar.

Pero el verdugo también cayó. Tras la muerte de Stalin en 1953, Blokhin fue retirado, despojado de su rango y marginado. En plena campaña de desestalinización, se refugió en el alcohol y acabó perdiendo la cabeza (literalmente y figuradamente). En 1955, fue hallado muerto, oficialmente por suicidio.

¿Su legado? Tan macabro como duradero. Además de los más de 6,000 oficiales polacos ejecutados en Katyn, se le atribuyen miles más en campos soviéticos. Por eso, su nombre figura en el Guinness World Records como el verdugo más prolífico de la historia. No es precisamente una distinción para estar orgulloso…

Souflikar Bostanci no era solo un verdugo otomano. Era la pesadilla personal del siglo XVII. Verdugo oficial del sultán Mehmed IV, su hoja de servicio acumula aproximadamente 5,475 ejecuciones en solo cinco años, con un promedio de tres víctimas al día. No está mal… si hablamos de récords macabros.

A diferencia de la mayoría de verdugos, que mantenían relaciones frías y silenciosas con sus monarcas, Souflikar tenía vía libre para torturar como quisiera. Al parecer, Mehmed IV le tenía suficiente confianza como para dejarle experimentar con sus víctimas, como si fueran pasantes en una clase de sadismo.

Este hombre alto, corpulento y con aire demoníaco, disfrutaba crear su propio infierno en los jardines reales. A algunas víctimas seleccionadas les hacía una propuesta absurda, casi deportiva: “Si logras llegar al final del jardín antes de que te atrape, serás exiliado”. Suena justo, ¿no? El problema es que esas personas ya estaban heridas, agotadas y sin fuerzas… mientras que Souflikar era veloz como un lobo hambriento.

Y si te alcanzaba —que era lo común— no usaba espadas, ni garrotes, ni hachas. Prefería matarte con sus propias manos, apretando el cuello con sus largos dedos hasta que no quedara un solo aliento. Las marcas que dejaba eran tan terribles que parecían salidas de una escena de horror.

Souflikar no solo mataba. Disfrutaba de hacerlo. Y eso es lo que lo convierte en uno de los verdugos más temidos —y sádicos— de la historia otomana.

Cuando piensas en un verdugo clásico, probablemente imagines a un tipo con capucha negra, hacha en mano y una expresión más bien ausente. Esa imagen existe gracias a Jack Ketch, el verdugo más infame de la Inglaterra del siglo XVII. Bajo el reinado de Carlos II, Ketch no solo ejecutaba, sino que convertía cada muerte en un espectáculo grotesco.

Jack Ketch se hizo tristemente famoso por sus ejecuciones públicas en Londres, como la de Lord William Russell, opositor político del rey, y la del duque de Monmouth, hijo ilegítimo del monarca. Pero Ketch no se limitaba a decapitar. No, él ofrecía todo un show macabro.

Entre sus “habilidades” incluía bailes improvisados, recitación de versos sarcásticos, y hasta una especie de stand-up morboso antes de dejar caer el hacha. Además, no dudaba en robar las ropas y joyas de sus víctimas, como si fueran souvenirs.

El problema —bueno, uno de muchos— era que no era muy bueno con el hacha. A veces necesitaba varios golpes para terminar el trabajo, y si fallaba demasiado, sacaba un cuchillo para aplicar el llamado “golpe de gracia”. Sus víctimas morían entre gritos, sangre y humillación pública.

Por su crueldad y torpeza, el nombre Jack Ketch se convirtió en sinónimo de verdugo por siglos. Un símbolo de lo peor que puede surgir cuando se mezcla poder, impunidad y un deseo perturbador de protagonismo sangriento.

Jack Ketch no se limitaba a decapitar. Cuando el condenado era un ladrón o asesino, el verdugo agregaba a su rutina el espectáculo de amputar narices, lenguas u orejas. Como si eso no bastara, azotaba a sus víctimas hasta 100 veces con látigo, dependiendo de la gravedad del crimen. Un combo de tortura física y teatralidad que garantizaba el horror en cada plaza pública.

Según la enciclopedia Britannica, Jack Ketch ejecutó a unas 300 personas durante su carrera oficial como verdugo del gobierno inglés. Pero lo más escalofriante no era el número, sino el hecho de que tenía grupos de admiradores en distintas ciudades. ¿Fama por matar? Pues sí, bienvenidos al siglo XVII.

En 1679, en su época más “gloriosa”, ajustició a 30 hombres en una sola tarde, todos acusados de traición a la Corona. Su nombre real era Richard Jaquet, pero lo cambió para sonar más aterrador. Y vaya que funcionó.

Según Great Bastards of History, de Jure Fiorillo, Jaquet medía apenas metro sesenta y tenía el rostro desfigurado por la viruela infantil, lo que completaba su pinta de villano de pesadilla. Pero su baja estatura le jugaba en contra: no tenía la fuerza para realizar una decapitación limpia.

¿El resultado? Golpes múltiples con el hacha, sangre salpicando a todos los presentes y un espectáculo tan grotesco que muchos desviaban la mirada. Con él, morir no era solo morir… era un show de horror.

Las víctimas más célebres de Jack Ketch fueron dos personajes de alto perfil: Lord Russell y el Duque de Monmouth. Ambos intentaron sobornar al verdugo para tener una muerte rápida y “digna”. Spoiler: no funcionó.

Lord William Russell fue sentenciado por alta traición en 1683. Antes de enfrentar al verdugo, le pagó para que el golpe fuera limpio y certero. Pero el hacha de Ketch ese día estaba más roma que su sentido de compasión. El primer tajo no bastó y Russell, aún consciente, le reclamó el trato humillante. Tres golpes fueron necesarios para separarle la cabeza del cuerpo. Un espectáculo más trágico que teatral.

James Scott, el Duque de Monmouth, fue condenado tras encabezar una rebelión contra su tío, el rey Jacobo II. También pagó por un final limpio. Grave error. Se necesitaron cinco hachazos y un cuchillo para terminar con su vida en 1685, mientras el público miraba horrorizado cómo Ketch fallaba, otra vez, en su única tarea.

Pero la historia de Ketch no acabó en el cadalso, sino en él. En 1686, su alcoholismo y violencia lo llevaron a asesinar a una prostituta en plena calle. Fue arrestado, juzgado y condenado a morir en la horca.

Y como si el universo le pagara con su misma moneda, su ejecución fue lenta y torpe. Su escaso peso no permitió que el cuello se rompiera de inmediato. Estuvo casi 10 minutos pataleando, colgado, mientras la muerte se le arrastraba con cruel lentitud. Poético, ¿no?

Rodrigo

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