El miedo es una de las emociones humanas más primitivas, y aunque a veces nos juegue en contra, su razón de ser es bastante noble: garantizar nuestra supervivencia. Es la respuesta automática del cuerpo cuando detecta un peligro inminente, como si se activara una alarma interna que grita “¡Corre, que viene el lobo!” (o el perro con cara de pocos amigos).
Este mecanismo de defensa se manifiesta en mil formas. Un sonido extraño en la noche, un coche que aparece de la nada, un callejón oscuro, o incluso un examen sorpresa… Todo puede activar esa respuesta ancestral. Y aunque hay miedos que compartimos muchos (hola, fobia a las arañas), otros son más personales que tu playlist de despecho.
¿La razón? Porque el miedo no es universal ni lógico: es subjetivo y depende de nuestras creencias, experiencias y, sí, de los monstruos que cada uno lleva en su cabeza. No todos reaccionamos igual ante la misma amenaza; lo que para uno es un simple gato negro, para otro es señal de mala suerte con patas.
Lo importante es entender que el miedo no es el enemigo. Al contrario: nos protege, nos frena, nos advierte. En muchos casos, solo está diciendo: “Ey, todavía no estás listo para esto”.
Así que, antes de querer eliminarlo por completo, pensá en él como ese amigo que a veces exagera… pero que está ahí para cuidarte, aunque te deje sin aliento de vez en cuando.