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Uno de los temas que más obsesionaba a los médicos del régimen nazi era la posibilidad de convertir el agua del mar en potable. La razón era puramente estratégica: en plena guerra naval, los soldados que quedaban a la deriva podían sobrevivir mucho más tiempo si lograban beber agua salada sin morir en el intento.
Entre julio y septiembre de 1944, se realizaron experimentos en el campo de concentración de Dachau para investigar métodos de desalinización. ¿El problema? Que el «laboratorio» estaba formado por personas forzadas a participar, principalmente gitanos europeos, divididos en cuatro grupos. Uno solo podía beber agua de mar. Otro, agua tratada con el método “Berka”. Otro, agua sin sal. Y el último, nada de agua en absoluto.
El experimento fue tan cruel como suena. A los prisioneros no se les permitía comer durante el proceso y, además, se les extraían muestras mediante punciones hepáticas o lumbares, un procedimiento doloroso y riesgoso. Los efectos fueron devastadores: diarreas intensas, alucinaciones, convulsiones, e incluso brotes psicóticos.
Muchos murieron entre un sufrimiento extremo. Algunos llegaron al punto de lamer el suelo recién fregado con tal de obtener una mínima cantidad de agua. Un cuadro desgarrador que revela hasta dónde pudo llegar la deshumanización durante ese período.
Hoy, estos experimentos son recordados como una muestra de hasta qué punto la ciencia puede perder el rumbo cuando se desconecta de toda ética. Una historia oscura, pero que no debe olvidarse.