Historia

Los peores experimentos nazis (Parte 2): la ciencia al servicio del horror

Si aún no has leído la primera parte de este artículo, te invito a que vayas cliqueando en el siguiente enlace: Los atroces experimentos nazis: Parte 1

Uno de los temas que más obsesionaba a los médicos del régimen nazi era la posibilidad de convertir el agua del mar en potable. La razón era puramente estratégica: en plena guerra naval, los soldados que quedaban a la deriva podían sobrevivir mucho más tiempo si lograban beber agua salada sin morir en el intento.

Entre julio y septiembre de 1944, se realizaron experimentos en el campo de concentración de Dachau para investigar métodos de desalinización. ¿El problema? Que el «laboratorio» estaba formado por personas forzadas a participar, principalmente gitanos europeos, divididos en cuatro grupos. Uno solo podía beber agua de mar. Otro, agua tratada con el método “Berka”. Otro, agua sin sal. Y el último, nada de agua en absoluto.

El experimento fue tan cruel como suena. A los prisioneros no se les permitía comer durante el proceso y, además, se les extraían muestras mediante punciones hepáticas o lumbares, un procedimiento doloroso y riesgoso. Los efectos fueron devastadores: diarreas intensas, alucinaciones, convulsiones, e incluso brotes psicóticos.

Muchos murieron entre un sufrimiento extremo. Algunos llegaron al punto de lamer el suelo recién fregado con tal de obtener una mínima cantidad de agua. Un cuadro desgarrador que revela hasta dónde pudo llegar la deshumanización durante ese período.

Hoy, estos experimentos son recordados como una muestra de hasta qué punto la ciencia puede perder el rumbo cuando se desconecta de toda ética. Una historia oscura, pero que no debe olvidarse.

Entre marzo de 1941 y enero de 1945, se llevaron a cabo experimentos de esterilización en los campos de concentración de Auschwitz, Ravensbrück y otros lugares bajo la dirección del Dr. Carl Clauberg. El objetivo era desarrollar un procedimiento eficiente y barato para esterilizar masivamente a los judíos, romaníes y otros grupos considerados racial o genéticamente indeseables por el régimen nazi.

Los primeros intentos consistieron en inyecciones intravenosas que, se cree, contenían yodo y nitrato de plata. Aunque en principio fueron exitosas, los efectos secundarios fueron devastadores: hemorragias vaginales, dolores abdominales intensos y cáncer cervical. Debido a estos efectos, se optó por utilizar radiación como método preferido. Al exponer a las víctimas a dosis específicas de radiación, se destruía su capacidad para producir óvulos o esperma.

Lo más macabro de estos procedimientos fue que se realizaban en secreto. Los prisioneros eran engañados: se les decía que debían llenar unos formularios en una habitación durante unos minutos, momento en el cual se les administraba la radiación sin su conocimiento. El resultado era una esterilización irreversible, y muchos sufrieron graves quemaduras como consecuencia de la exposición.

Además de estos experimentos, el régimen nazi llevó a cabo una campaña de esterilización forzosa en la que se estima que aproximadamente 400.000 personas fueron afectadas. Un capítulo oscuro de la historia que revela el horror de los experimentos médicos sin ética ni humanidad.

Entre diciembre de 1941 y febrero de 1945, se realizaron experimentos sobre el tifus en el campo de concentración de Buchenwald, en los que se infectó deliberadamente a reclusos con la bacteria responsable de esta enfermedad para estudiar su comportamiento y desarrollar vacunas.

En estos experimentos, un gran número de prisioneros sanos fueron infectados con tifus, con la intención de mantener la bacteria viva para futuras investigaciones. Más del 90% de las víctimas murió tras sufrir una enfermedad grave, mientras que otros prisioneros fueron utilizados para evaluar la efectividad de diferentes vacunas y sustancias químicas.

Los experimentos se dividieron en dos grupos: el 75% de los prisioneros recibían una de las vacunas o sustancias químicas antes de ser infectados con la bacteria, mientras que el 25% restante no recibía ninguna protección, lo que permitía comparar la eficacia de los tratamientos. Los resultados fueron desgarradores, ya que muchas víctimas murieron a lo largo de estos procedimientos.

Además de estos experimentos, se realizaron pruebas con otros patógenos, como la fiebre amarilla, la viruela, el cólera, y las paratifus B y A, entre otros. Los prisioneros fueron sometidos a condiciones extremas, siendo tratados como meros conejillos de indias, sin importar su bienestar ni la violación de sus derechos humanos.

Estos experimentos muestran hasta qué punto la cruelidad y la deshumanización se convirtieron en una parte integral de los crímenes del régimen nazi, dejando una huella imborrable en la historia.

Entre 1943 y 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, en los campos de concentración de Sachsenhausen y Natzweiler, se realizaron experimentos inhumanos sobre las causas y efectos de la hepatitis A. A las víctimas se les inyectaba el virus de manera forzada, y luego se observaba el desarrollo de su sufrimiento durante un tiempo prolongado. La hepatitis A es conocida por provocar ictericia, dolor abdominal intenso, fiebre y náuseas extremas.

La mayoría de las víctimas de estos experimentos fueron polacas, y muchos murieron a causa de la inoculación. Otros sobrevivieron, pero sufrieron los efectos devastadores de la enfermedad sin ningún tipo de tratamiento médico. Estos crueles experimentos fueron parte de la estrategia nazi para investigar el impacto de diversas enfermedades en el cuerpo humano, sin importar el coste humano.

En otro tipo de experimentos, realizados en el campo de concentración de Dachau en 1942, los prisioneros fueron sometidos a pruebas extremas de altitud elevada. El Dr. Rascher utilizó a los prisioneros para simular las condiciones que enfrentaban los pilotos alemanes que debían eyectarse a 20,000 metros de altura. La cámara de presión recreaba estas condiciones extremas, y casi todas las víctimas murieron debido a las lesiones causadas por la exposición a tan bajas presiones atmosféricas.

Se rumorea que Rascher también realizó vivisecciones humanas en los cerebros de las víctimas que sobrevivieron, un acto tan macabro como macabro es el horror detrás de estas pruebas.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, los nazis comenzaron a interesarse por los efectos de las armas incendiarias, en particular las bombas de fósforo, que tenían la capacidad de generar una destrucción masiva. Estas bombas contenían una sustancia altamente peligrosa que podía causar quemaduras horribles y heridas graves, convirtiéndolas en una de las armas más temidas.

El fósforo es extremadamente dañino para el cuerpo humano, ya que puede provocar quemaduras de tercer grado al entrar en contacto con la piel. Además, al estar presente en el humo, puede ser inhalado, lo que puede causar daños pulmonares severos. La explosión inicial de una bomba incendiaria que contenía fósforo provocaba quemaduras profundas que eran casi imposibles de tratar, y la adhesión del fósforo a la piel hacía que estas heridas fueran particularmente difíciles de sanar.

Lo que hace aún más aterradora esta arma es que las quemaduras de fósforo conllevan un riesgo mucho mayor de muerte en comparación con otros tipos de quemaduras. La absorción de fósforo en el cuerpo puede resultar en un fallo multiorgánico, lo que aumenta significativamente la mortalidad de las víctimas.

En el campo de concentración de Buchenwald, los médicos nazis decidieron estudiar las consecuencias de estas armas incendiarias en seres humanos. Las víctimas eran quemadas deliberadamente con fósforo, lo que les causaba atroces sufrimientos y dejaba cicatrices imborrables tanto en su cuerpo como en su alma.

Tras los atroces experimentos médicos llevados a cabo por el régimen nazi, muchos prisioneros murieron como resultado de estos abusos, mientras que otros fueron asesinados después de que se completaran las pruebas o con el fin de estudiar el efecto post-mortem. Aquellos que lograron sobrevivir quedaron mutilados y sufrieron discapacidades permanentes, cuerpos debilitados y una presión psicológica irreversible.

El 19 de agosto de 1947, después de la caída del Tercer Reich, un grupo de médicos nazis fue sometido a juicio en lo que se conoce como el Juicio de los Doctores. Durante casi 140 días de procedimientos legales, con el testimonio de 85 testigos y la presentación de más de 1.500 documentos, los jueces estadounidenses dictaron su veredicto el 20 de agosto de 1947. De los 23 médicos acusados, 16 fueron declarados culpables. Siete de ellos fueron sentenciados a muerte y ejecutados el 2 de junio de 1948.

Este juicio fue crucial, ya que además de las condenas, se estableció el Código de Núremberg, una serie de principios que regulan la conducta de los investigadores en experimentación con seres humanos, estableciendo normas éticas fundamentales.

Sin embargo, los conocimientos médicos modernos sobre los efectos del congelamiento extremo y el gas fosgeno se basan en gran parte en los experimentos nazis. Esto ha generado un dilema ético para los médicos contemporáneos, ya que muchos rechazan los métodos utilizados para obtener esta información, a pesar de su valor científico.

Rodrigo

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