Esteban y Timoteo, de 11 y 9 años, escuchaban con los ojos como platos mientras su abuelo les relataba una de sus historias más aterradoras. Con la sala apenas iluminada por una lámpara tenue, el ambiente se volvió propicio para hablar de monstruos, sombras y miedos de la infancia.
El abuelo les contaba sobre una criatura de pesadilla: un ser mitad hombre, de más de dos metros de altura, extremadamente delgado, sin rostro, vestido siempre con un traje negro impecable. Pero lo más perturbador era su habilidad para estirar los brazos hasta donde quisiera, capturando a todo aquel que se cruzara en su camino. Una visión imposible de borrar.
Según él, nunca tuvo un encuentro directo con el monstruo, pero sí lo sintió cerca durante años. Aseguraba que esa extraña presencia lo observaba constantemente, como si lo vigilara… hasta que dejó de ser niño.
—Lo vi varias veces a lo lejos —confesó con voz ronca—. Y cada vez que notaba su mirada, me invadía un escalofrío que me recorría desde los hombros hasta los pies.
Los chicos tragaron saliva. ¿Era solo una historia más o una advertencia velada? El abuelo sonrió con picardía, como si supiera algo que prefería no contar.
Una historia más para alimentar el misterio… o quizá, un recuerdo real de su niñez. ¿Será que el monstruo solo observa a los niños?

El día que el monstruo se llevó a mi hermano
El abuelo continuaba su relato mientras Esteban y Timoteo lo escuchaban, pegados al borde del sillón. Les narraba que una vez, cuando jugaba temprano por la mañana con su hermano menor en el patio trasero, sintió que aquel monstruo sin rostro lo observaba desde la lejanía.
Era una figura alta, de piel blanca, completamente sin rostro, que se acercaba lentamente. Aunque quiso correr y gritar, su cuerpo no respondía. Se sentía entumido, como si algo lo sujetara desde adentro. Lo último que vio antes de desmayarse fue todo oscurecerse, como si el mundo entero hubiera desaparecido de golpe.
Los chicos, con los ojos enormes y un nudo en la garganta, no pudieron contenerse:
—¿Y luego qué pasó, abuelo? —preguntaron al unísono.
El anciano bajó la mirada. Su voz se volvió más tenue y dolida:
—Cuando desperté… estaba solo. No había ni rastro de mi hermano. Se lo había llevado para siempre…
Los niños se quedaron en silencio. Se miraron entre sí, con los ojos vidriosos y el corazón en un puño. Justo en ese momento, la abuela entró en la sala. Al ver a sus nietos asustados y tristes, frunció el ceño y lo encaró con tono severo:
—¡¿Otra vez con esas historias, viejo?! ¡Después no duermen en toda la semana!
El abuelo sonrió apenas. Tal vez, la historia real, aún no había terminado…

—¿Qué les has dicho, viejo inventor? —preguntó la abuela, con las manos en la cintura y el pie moviéndose al ritmo de su desaprobación.
—Nada, mi amor… —respondió el abuelo, bajando la mirada, un poco avergonzado por haberla hecho enojar.
—Te pedí que no les contaras historias de miedo antes de dormir —dijo, echando un vistazo al reloj de pulsera.
—Niños, vamos a su habitación. Ya son las nueve de la noche. Mañana temprano vendrán a buscarlos sus padres.
Esteban y Timoteo se levantaron del sofá sin decir una palabra. Caminaban lentamente hacia su abuela, aún pensando en lo que acababan de escuchar. Justo antes de salir de la sala, Esteban se detuvo, giró la cabeza hacia su abuelo y le lanzó una pregunta con la mirada encendida por la duda:
—Abuelo… ¿la historia es real?
El abuelo lo miró durante unos segundos. Luego, con una ligera sonrisa, le guiñó un ojo.
—Algunas historias son tan reales… que con el tiempo se convierten en leyendas —dijo en voz baja, como si el viento pudiera llevarse sus palabras.
Esteban frunció el ceño, intrigado. Entonces, sin decir nada más, corrió tras su hermano y su abuela.
El abuelo se quedó solo, mirando por la ventana. Afuera, en el jardín oscuro, algo se movió entre los árboles. Muy sutil. Muy rápido. Como si lo que había contado… nunca hubiera sido solo una historia.

—Pequeño, solo te diré que no soy un “inventor”, como dice tu abuela —respondió el abuelo, esbozando una sonrisa forzada mientras lo miraba fijamente.
Esteban bajó la vista, como si intentara procesar lo que acababa de oír. Luego levantó la mirada con una pregunta que no podía guardarse.
—Abuelo… ¿cómo se llama ese monstruo?
El abuelo suspiró, se acomodó en su sillón y, sin quitarle la vista de encima, respondió:
—En realidad, nunca supe su verdadero nombre. Pero con el tiempo, escuché a otros llamarlo… Slenderman.
Ese nombre quedó flotando en el aire como un eco que no se desvanecía. Justo en ese momento, la voz de la abuela rompió el silencio con tono firme:
—¡Ya basta de cuentos! ¡A dormir! No quiero pesadillas esta noche.
Obedientes, los niños se dirigieron a su habitación. Se acostaron cada uno en su cama, pero lejos de cerrar los ojos, se quedaron mirando al techo, en completo silencio.
Sus mentes no dejaban de darle vueltas al relato. Slenderman, ese ser alto, sin rostro, de brazos extensibles y mirada invisible que hacía temblar hasta al abuelo… ¿era real? ¿O solo parte de una historia para asustarlos?
No sabían si lo que sentían era miedo o fascinación, pero una cosa era segura: aquella noche no podrían dormir tranquilos. Cada sombra en la habitación parecía moverse, cada sonido del viento tenía un nuevo significado.
Y en la oscuridad, el silencio pesaba como si alguien más los estuviera observando.

Al día siguiente, Esteban y Timoteo se despertaron antes de que el sol saliera. Ni siquiera sus abuelos estaban levantados aún, pero eso no les impidió salir al patio. La curiosidad infantil siempre podía más que el frío.
Era el comienzo del invierno. Aunque aún no nevaba, una fina niebla se colaba entre los árboles y el aire estaba helado. El patio trasero de la casa se conectaba con un pequeño bosque, y los niños salieron sólo con sus pijamas puestas, descalzos y sin abrigo, ignorando el frío con la emoción del juego.
Se internaron entre los árboles, corriendo y riendo, hasta que el cansancio los venció. Se recostaron juntos al pie de un viejo roble, respirando agitados.
De pronto, Esteban se incorporó de golpe. A lo lejos, entre la neblina, le pareció ver algo… o alguien.
—¡Hermano! ¡Mira allá! —dijo con voz temblorosa, señalando con el dedo tembloroso hacia una figura alta, blanca… sin rostro.
Timoteo miró hacia donde le indicaba y sus ojos se abrieron como platos.
—¡No puede ser! —exclamó con el rostro pálido.
Ambos sintieron cómo el miedo les congelaba la sangre. El extraño ser permanecía inmóvil, observándolos en silencio. Esteban apenas podía moverse, pero Timoteo se levantó de un salto, jaló a su hermano del brazo y gritó:
—¡Corre, Esteban, corre!
Y así, entre ramas, hojas secas y el crujir del suelo helado, los dos niños huyeron, sin mirar atrás, mientras la niebla cerraba lentamente el camino entre ellos… y la figura.

Cuando Esteban intentó incorporarse para huir junto a su hermano, ya era demasiado tarde. Aquella figura sin rostro se encontraba justo frente a ellos. Desde su espalda emergió un largo tentáculo oscuro, que se estiró con precisión inhumana hasta atrapar a Timoteo.
El apéndice se enroscó alrededor del cuerpo del niño, inmovilizándolo por completo, dejando apenas su rostro visible entre los pliegues de esa cosa. Timoteo forcejeó y gritó, pero su voz se fue apagando rápidamente.
Esteban luchaba por moverse, pero su cuerpo no respondía. Era como si algo invisible lo sujetara al suelo. Cada esfuerzo era inútil, cada pensamiento se perdía entre el miedo y la impotencia.
De pronto, comenzó a quedarse sin aire, como si la atmósfera se volviera más densa. Sus ojos se cerraron lentamente mientras se desmayaba sobre el pasto frío y húmedo. No lo sabía aún, pero esa sería la última vez que vería a su hermano menor.
Pasaron unos minutos. Cuando los abuelos finalmente llegaron al patio, lo único que encontraron fue a Esteban inconsciente, con lágrimas secas en sus mejillas… y ni una sola pista del paradero de Timoteo.
El abuelo sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ese miedo antiguo que creía enterrado volvió a renacer. Recordó su niñez, recordó su parálisis, recordó haber visto… a Slenderman.
Y en ese momento lo comprendió: una vez que lo ves, jamás puedes huir. Él nunca se va. Solo espera… pacientemente… hasta volver a arrebatarte algo que amás.
