En el hipotético caso en que lográramos construir los prototipos de nave ideados por la NASA, capaces de moverse a velocidades relativistas, y reunir la indecente cantidad de energía necesaria para propulsarlos, el trayecto no sería tan agradable como parecía ser a bordo del Halcón Milenario (Star Wars). Y es que uno de los principales impedimentos de un viaje interestelar no es la parte tecnológica, que podríamos dominar en cuestión de siglos, sino el peligroso medioambiente espacial, como bien saben los astronautas, que pone en relieve una vez más la fragilidad del cuerpo humano.
Si nos desplazáramos a la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo) a través del espacio exterior, moriríamos en cuestión de segundos. Si bien la densidad de partículas es muy baja en el vacío, a gran velocidad, los pocos átomos de hidrógeno por centímetro cúbico incidirían contra la proa del vehículo con una aceleración similar a la que se alcanza en el Gran Colisionador de Hadrones (LHC), adquiriendo así una energía de 10.000 sievert por segundo. Teniendo en cuenta que la dosis mortal para un ser humano es de unos 6 sievert, este haz de radiación dañaría la nave y destruiría todo rastro de vida en su interior.
Según las mediciones de los científicos de la Universidad Johns Hopkins, ningún blindaje frontal sería capaz de librarnos de la radiación ionizante. Un tabique de aluminio de 10 centímetros de grosor absorbería menos del 1 por ciento de la energía, y su tamaño no podría ser aumentado ilimitadamente sin comprometer con ello las necesidades energéticas del sistema de propulsión. Además del hidrógeno atómico, la nave tendría que resistir la erosión del polvo interestelar, con lo que las posibilidades de ver su estructura pulverizada aumentarían considerablemente. Como solución, habríamos de conformarnos con alcanzar velocidades de solo un 10 por ciento la velocidad de la luz, que difícilmente nos permitirían viajar a la estrella más cercana, Próxima Centauri, ya que los 4,22 años luz de distancia se tornarían en 40 años de viaje.
Pero ese no es el principal problema
A principios de la década de 1960, William Bertozzi, del Instituto de Tecnología de Massachusetts, en EE.UU., experimentó con la aceleración de electrones a velocidades cada vez mayores.
En teoría sólo se tiene que aumentar la energía aplicada con el fin de alcanzar la velocidad requerida de 300.000 km/s, pero resultó que no es posible que los electrones se muevan tan rápido.
Los experimentos de Bertozzi revelaron que el uso de más energía sólo causaba un aumento directamente proporcional en la velocidad del electrón.
«A medida que los objetos viajan más rápido, su masa crece y mientras más masa tienen, más difícil es lograr la aceleración, por lo que nunca llegan a la velocidad de la luz«, explica Roger Rassool, físico de la Universidad de Melbourne, en Australia.
Dicho de otra forma, la masa tiende a infinito y para poder alcanzar la velocidad de la luz se tendría que aplicar energía infinita, algo que, simple y llanamente, no es posible. Citando de nuevo a Hawking, «cualquier objeto normal está condenado a moverse para siempre con velocidades inferiores a la de la luz«.
Es decir que, si ponemos un objeto al 90% de la velocidad de la luz, su masa en reposo se habrá más que duplicado gracias a la ecuación Energia = masa * c^2(velocidad de la luz). La cosa se pone interesante conforme nos vamos acercando a esos 300.000 kilómetros por segundo, ya que cuanto más nos acercamos, más rápido aumenta la masa, ergo más energía se requiere para seguir acelerándolo, y así sucesivamente.
¿Y por qué la luz se mueve a la velocidad de la luz?
Los fotones son bastante especiales. No sólo carecen de masa, lo que les da vía libre a la hora de atravesar vacíos como el espacio, sino que además no necesitan acelerar. La energía natural que poseen significa que cuando se crean ya están a su máxima velocidad.
No hemos observado o creado nada que pueda desplazarse tan o más rápidamente que los fotones.