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La vida de un Verdugo en la edad media

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Tiempo de lectura: 6 minutos

A lo largo de toda la historia, y en diferentes culturas de prácticamente todo el mundo, ha existido en algún momento la pena de muerte como castigo a determinadas infracciones de las leyes establecidas. Es por ello que la figura del funcionario del sistema de justicia encargado de la ejecución de la más grave de las sanciones siempre ha sido necesaria.

Durante la Edad Media, en el viejo continente, los ajusticiamientos se convertían en macabros espectáculos públicos que buscaban, además del cumplimiento de la condena del reo, proporcionar un mensaje de autoridad al pueblo. Sobre el patíbulo, el encargado de ejecutar el trágico castigo no podía evitar a su vez cargar con su propia pena, esa que suponía el ganarse el pan llevando a cabo la más terrible de las multas, pues, al fin y al cabo, su trabajo era quitar vidas. Los verdugos, sobre todo en esos tiempos de supersticiones, miedos y calamidades, eran personajes profundamente odiados y repudiados.

El despreciado oficio de verdugo siempre fue tradicionalmente un trabajo hereditario, hasta el punto de que los hijos de un verdugo raramente podían optar a otro tipo de empleo. De esta manera, acababan por definirse familias enteras dedicadas a la ejecución de penas de muerte, y muchos apellidos o sobrenombres terminaban ligados a este empleo. A que esto fuera así ayudaba el hecho de que, por ser un rol de la sociedad totalmente rechazado, era habitual que los matrimonios se concentrasen entre familias de verdugos. Así, el oficio de matar a un condenado se enseñaba de padres a hijos, estando siempre restringido a los varones, a pesar de que como en todo, pudo haber escasas excepciones.

Varias eran las maneras de llevar a cabo una ejecución, y todas ellas requerían cierto grado de aprendizaje, englobando los conocimientos de un verdugo pinceladas relacionadas con diversas materias como la anatomía, para poder desempeñar su trabajo correctamente. Un trabajo que estaba sometido a su correspondiente titulación. El hecho de no realizar su cometido de la forma estipulada podía acarrear incluso que el propio verdugo fuese condenado al mismo final que el que estaba propiciando.

En el grotesco ritual de la ejecución, el verdugo ocultaba su rostro bajo una capucha negra. Su uniforme no conllevaba más especificaciones que esa, siendo habitual que sus ropas fueran negras o rojas, y que cubriera sus manos con guantes. A pesar del protocolo, destinado a esconder su identidad, era obvio que el personaje del verdugo estaba identificado. Y es por ello por lo que su día a día estaba sujeto a todo tipo de desprecios. Aunque respetado como funcionario, e incluso temido por el terror que despertaba su rol, el verdugo era rechazado y todos evitaban tener el más mínimo contacto con él. En los mercados, no tenían la posibilidad de tocar los alimentos, y debían señalar sus compras con su mano o haciendo uso de una vara. No todos los establecimientos admitían su presencia, negándoseles la entrada en muchos de ellos, o restringiéndoles el servicio, obligándoles por ejemplo a sentarse en apartadas mesas en las posadas o tabernas. A la hora de cobrar, tras recibir las monedas de un verdugo era costumbre habitual santiguarse tres veces. Los últimos bancos de una iglesia estaban reservados para los verdugos durante las misas. Sus viviendas comúnmente eran adjudicadas por los gobiernos pretendiendo no influir en la vecindad, pues nadie quería vivir al lado de un verdugo.

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Por otro lado, existían algunos privilegios, como la buena remuneración de su oficio, situaciones preferentes ante la ley, o lugares privilegiados en los cementerios. Una serie de prebendas que tenían, quizá, un alto coste.

Los verdugos no sólo se dedicaban a las ejecuciones de las penas de muerte, sino que entre sus funciones se encontraban algunas otras, no menos tétricas. Las crueles torturas, tan habituales a la hora de desarrollar los procesos, eran también tarea de los verdugos, siendo necesarios amplios conocimientos y un adiestramiento muy específico para poder desempeñar de manera eficaz el tan recurrido en esos tiempos arte de la tortura. Además, ejercían ocasionalmente de enterradores, sobre todo cuando el fallecido era un suicida, por la delicadeza que conllevaban estas mancilladas sepulturas. Y mucho más curiosa resultaba su dedicación al esoterismo.

En una época en la que las supersticiones estaban tan presentes, las creencias de la población en torno a los elementos de la muerte estaban a la orden del día. Muchos eran los fetichismos. Se decía que la sangre de un decapitado tenía poderes curativos, y había quien se esforzaba por ser salpicado durante los cercenamientos públicos. Especialmente apreciado era el semen producido por las involuntarias eyaculaciones que en ocasiones experimentaban los ahorcados. También se valoraba la orina de los recientemente ejecutados. Y, en general, se utilizaban como amuletos para todo tipo de objetivos infinidad de elementos obtenidos durante los ajusticiamientos, como alguna hebra de la soga del ahorcamiento, astillas del patíbulo, o tierra del lugar.

Las mujeres de la familia del verdugo encontraban en las prácticas ocultas de brujería o en la elaboración de brebajes o ungüentos una salida laboral aprovechando este castigado oficio.

Una vida entregada a la tortura y la muerte no pocas veces acababa por atormentar a quien a ella se dedicaba. Y era frecuente que los verdugos fuesen personas solitarias, dadas a la bebida, depresivas y propensas al suicidio. Pero como en todo, encontramos ejemplos también de lo contrario, siendo uno de los más documentados el de Richard Jacquet, o más conocido como John Ketch, un verdugo de mediados del siglo XVII que trabajó al servicio de Carlos II de Inglaterra. Tal era su sadismo, que sus ejecuciones se convertían en sangrientos espectáculos que todos querían contemplar. Se esforzaba por desempeñar su trabajo con una crueldad extrema que pronto fue conocida en toda Inglaterra, siendo protagonista de una anécdota que afirma que ejecutó a treinta personas en un mismo día, terminando envuelto en un espantoso baño de sangre.

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Pero quizá lo más sensato sea pensar que en su mayoría eran trabajadores que sólo realizaban una función imprescindible sobre todo en aquellos tiempos. Al fin y al cabo, ejecutaban las condenas que las leyes establecían. Pero el oficio de quitar vidas no debía ser en el fondo un plato de buen gusto para nadie en su sano juicio, y así lo plasmó Charles-Henri Sanson en una frase que se atribuye a este verdugo que ejerció al servicio de Luis XVI durante la Revolución Francesa, llevando su obligación hasta el punto de tener que guillotinar a su propio rey.

“Si los verdugos somos despreciados, no deberíamos de existir. Pero si nuestra existencia es necesaria, que por favor se nos trate con el respeto que merecemos “.

Lady Betty

Los verdugos femeninos no han sido muy frecuentes en la historia, pero los ha habido. La misma Reina Constanza (1030) decidió oficiar como tal contra los herejes maniqueos, y no se conformó con enviarles al patíbulo, sino que ella misma se ocupó de ejercer el tormento.

En Irlanda encontramos un caso peculiar y algo confuso de ejecutor femenino, se la conoce por Lady Betty. Una mujer brutal que ejerció su trabajo a principios del siglo XIX. Fue condenada a la horca por asesinar a su propio hijo en un episodio en el que se confunde la fabulación popular y la realidad. Sea como fuere, el día fijado para su ejecución, ante la enfermedad del verdugo y la negativa de los funcionarios de justicia para sustituirlo, Lady Betty se ofreció como voluntaria para ejercer como tal verdugo con el grupo de condenados que la acompañaban. Obtuvo, tal y como pedía, el perdón de su vida y el nombramiento como verdugo en la cárcel de Roscommon, oficio que ejerció durante más de diez años.

No le faltaría trabajo, el Código Penal vigente en la isla era el británico, severo y cruel como el que más. Condenada a la pena capital a sujetos acusados de delitos tales como el carterismo, la caza furtiva y hasta el robo de ropa (Historia Universal. Ed. Salvat). Lady Betty hacía caminar a los condenados con una soga al cuello por un andamio colocado verticalmente sobre la pared de los muros de la prisión, y al abatirse este, se precipitaban al vació. La imagen de los ajusticiados, balanceándose en la fachada de la cárcel y colgados de una viga, ha nutrido el mito cruel de Lady Betty, que por lo visto encontraba hasta jocoso ese movimiento pendular de los cadáveres.

Fuentes:

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