Entre los grandes avances de la medicina y la biología en el siglo XIX, destaca el descubrimiento del origen microbiano de las enfermedades infecciosas, gracias a pioneros como Louis Pasteur y Robert Koch. Aunque se desarrollaron vacunas importantes, muchas enfermedades seguían siendo mortales porque no había manera de tratarlas una vez contraídas. En este contexto, el hallazgo de la penicilina cambió todo. Esta sustancia, descubierta por Alexander Fleming, podía eliminar los gérmenes patógenos sin dañar al organismo, salvando millones de vidas y marcando el inicio de la era de los antibióticos y la medicina moderna.
La penicilina también sirvió de base para la creación de numerosos antibióticos semisintéticos y sintéticos, gracias a su estructura química sencilla y a la facilidad para modificar sus componentes. Este avance revolucionó los tratamientos médicos, convirtiéndose en un pilar fundamental para combatir infecciones que antes eran una sentencia de muerte.
Alexander Fleming nació el 6 de agosto de 1881 en Lochfield, Gran Bretaña, en una familia campesina de la vega escocesa. Fue el tercero de cuatro hijos y perdió a su padre cuando tenía solo siete años, quedando bajo el cuidado de su madre y su hermanastro mayor. Su educación hasta 1894 fue bastante básica y llena de dificultades, pero eso no le impidió desarrollar un agudo sentido de la observación y una actitud sencilla, cualidades que serían clave para sus futuros descubrimientos científicos.

A los trece años, Alexander Fleming se mudó a Londres para vivir con un hermanastro que trabajaba como médico. Allí completó su educación con dos cursos en el Polytechnic Institute de Regent Street y, más tarde, trabajó en una compañía naviera. En 1900, se alistó en el London Scottish Regiment con la intención de participar en la Guerra de los Boers, pero la contienda terminó antes de que su unidad pudiera embarcar. A pesar de esto, su interés por la vida militar lo llevó a mantenerse en el regimiento y participar luego en la Primera Guerra Mundial.
Durante el conflicto, fue médico militar en los frentes de Francia y quedó marcado por la alta mortalidad causada por heridas infectadas, como la gangrena gaseosa, en los hospitales de campaña. Esta experiencia despertó en él un fuerte interés por encontrar un antiséptico que evitara ese sufrimiento innecesario.
A los veinte años, gracias a una herencia, decidió estudiar medicina. Su inteligencia y dedicación le valieron una beca para el St. Mary’s Hospital Medical School en Paddington, donde comenzó una relación que duraría toda su vida. En 1906 se unió al equipo del bacteriólogo Sir Almroth Wright, colaborando con él durante cuatro décadas. Se licenció en 1908, recibiendo la medalla de oro de la Universidad de Londres. Más tarde, fue nombrado profesor de bacteriología y en 1928 alcanzó la cátedra. Se retiró en 1948, aunque siguió dirigiendo hasta 1954 el Wright-Fleming Institute of Microbiology, creado en honor a ambos.

La carrera profesional de Alexander Fleming giró en torno a la investigación de las defensas naturales del cuerpo frente a las infecciones bacterianas. Su nombre está ligado a dos descubrimientos clave: la lisozima y la penicilina. Aunque la penicilina es, sin duda, la más famosa y revolucionaria, ambos hallazgos están relacionados. La lisozima fue la primera pista que llevó a Fleming a interesarse por sustancias antibacterianas con posible uso terapéutico.
El descubrimiento de la lisozima ocurrió en 1922, casi por casualidad, cuando mucosidad de un estornudo cayó sobre una placa de Petri con cultivo bacteriano. Al observar días después, Fleming notó que las bacterias habían desaparecido justo donde estaba el fluido nasal. Esto lo llevó a concluir que esa secreción tenía la capacidad de destruir ciertas bacterias. Más adelante identificó que esta acción dependía de una enzima activa, la lisozima, presente en muchos tejidos del cuerpo. Sin embargo, su actividad era limitada, ya que no afectaba a todos los patógenos responsables de enfermedades.
A pesar de esta restricción, el hallazgo fue clave, pues demostró que existían sustancias naturales capaces de matar bacterias sin dañar las células humanas. Este concepto era justo lo que la medicina buscaba desde hacía años, especialmente tras las investigaciones de Paul Ehrlich, que intentó sin mucho éxito encontrar “balas mágicas” contra los microbios. Fleming abriría la puerta a ese sueño con sus posteriores investigaciones.

El descubrimiento de la penicilina, uno de los avances más importantes de la medicina moderna, surgió casi por casualidad. En septiembre de 1928, mientras estudiaba mutaciones en colonias de estafilococos, Fleming notó que uno de sus cultivos había sido contaminado por un hongo llegado del aire: el famoso Penicillium notatum. Lo curioso es que alrededor del lugar donde apareció el hongo, las bacterias estafilococos habían desaparecido o se veían transparentes. Fleming, con ojo de halcón, dedujo que el hongo debía estar liberando alguna sustancia antibacteriana capaz de eliminar esas bacterias.
Aunque sus recursos eran limitados, Fleming no dejó pasar la oportunidad y comenzó a estudiar la misteriosa sustancia. Preparó un caldo de cultivo con el hongo y comprobó que, en pocos días, este líquido tenía un fuerte efecto antibacteriano. Probó este caldo contra distintas bacterias patógenas y muchas fueron rápidamente destruidas, lo que era una señal muy prometedora.
Para asegurarse de que la sustancia no dañaba al organismo, Fleming inyectó el cultivo en conejos y ratones. Los resultados mostraron que el caldo era inocuo para los leucocitos, un buen indicador de que no haría daño a las células animales. Así, sin quererlo, Fleming estaba dando los primeros pasos para una revolución médica que cambiaría para siempre la forma de tratar infecciones bacterianas.

Ocho meses después de su descubrimiento, Fleming publicó sus hallazgos en un artículo que hoy es un clásico, aunque en ese momento pasó bastante desapercibido. A pesar de entender la gran importancia del fenómeno de antibiosis —la capacidad de la penicilina para eliminar bacterias, incluso en concentraciones muy diluidas, superaba a antisépticos potentes como el ácido fénico—, la penicilina tardó unos quince años más en convertirse en el tratamiento universal que conocemos.
¿La razón? La penicilina era muy inestable, lo que hacía su purificación extremadamente difícil con la tecnología química de la época. La solución llegó gracias a un equipo en Oxford liderado por el patólogo australiano Howard Florey y el químico alemán Ernst B. Chain, refugiado en Inglaterra. En 1939 recibieron una importante subvención para investigar sistemáticamente las sustancias antimicrobianas producidas por microorganismos.
En 1941 lograron los primeros resultados positivos en pacientes humanos. La Segunda Guerra Mundial aceleró el proceso, y para 1944 la penicilina se usaba masivamente para tratar a los heridos graves de la batalla de Normandía.
Curiosamente, Fleming no patentó su descubrimiento, convencido de que el antibiótico debía difundirse rápidamente para combatir las infecciones que azotaban a la población mundial. Así, sin buscar beneficio personal, Fleming contribuyó a cambiar para siempre la medicina moderna.

Las enzimas como la lisozima y los péptidos antibióticos son parte clave de la inmunidad innata de los animales, y podrían usarse con fines terapéuticos similares a la penicilina. Por eso, Fleming es considerado un pionero en descubrir una enzima con propiedades antimicrobianas, un verdadero adelantado a su época.
Aunque Fleming tardó en recibir el reconocimiento que merecía, finalmente su fama llegó. En 1944 fue nombrado sir y, al año siguiente, en 1945, compartió el Premio Nobel de Medicina con Howard Walter Florey y Ernst Boris Chain, quienes ayudaron a convertir la penicilina en un tratamiento eficaz y masivo.
Además, Fleming fue elegido miembro de la prestigiosa Royal Society en 1942, un honor que refleja su gran impacto en la ciencia. Su esposa, Sarah Marion McElroy, enfermera irlandesa, fue un pilar fundamental en su vida personal y profesional, brindándole apoyo constante para que alcanzara el éxito y el reconocimiento que hoy conocemos.
La vida de este brillante científico terminó el 11 de marzo de 1955, cuando sufrió un infarto. Fue enterrado en la imponente Catedral de Saint Paul, en Londres, un lugar reservado para las figuras más destacadas del país.
El legado de Alexander Fleming perdura como un ejemplo de curiosidad, dedicación y generosidad, ya que nunca patentó la penicilina para facilitar su difusión y salvar millones de vidas.
