Como ya sabes, todos estamos hechos de átomos. En condiciones normales, esos átomos tienen núcleos bastante estables. Pero en la naturaleza también existen átomos radiactivos, cuyos núcleos son inestables. Para alcanzar la tan ansiada estabilidad, estos núcleos se desintegran de forma espontánea, liberando energía en el proceso. A este fenómeno se le conoce como radiactividad, y durante la desintegración se emiten distintos tipos de partículas radiactivas.
Veamos cuáles son los tres tipos principales:
Partículas alfa (α): Son grandes y pesadas, y aunque tienen mucha energía, su capacidad de penetración es muy baja. De hecho, una simple hoja de papel puede detenerlas. No subestimes su potencia: si entran en el cuerpo, pueden causar daño a nivel celular.
Partículas beta (β): Más ligeras que las alfa, estas tienen mayor poder de penetración, pero su energía es menor. Una lámina delgada de metal, como aluminio, puede bloquearlas.
Radiación gamma (γ): Esta sí es otra historia. Los rayos gamma son radiación electromagnética de alta energía (muy distinta a la luz visible) y tienen el mayor poder de penetración. Para detenerlos, se necesita plomo o muros de hormigón grueso.
Estos tres tipos de radiación se encuentran en elementos como el uranio o el radio, y forman parte de fenómenos tanto naturales como artificiales. Comprenderlos es clave para aplicaciones médicas, energéticas y también para protegernos de sus efectos.

¿Cómo se produce la radiactividad?
La radiactividad ocurre como resultado de la desintegración de los núcleos atómicos inestables. En otras palabras, ciertos átomos tienen núcleos que no logran mantenerse estables por sí solos, así que comienzan a transformarse liberando energía en forma de radiación. Este proceso puede generar nuevas sustancias que, a su vez, también son radiactivas y siguen descomponiéndose hasta alcanzar una forma estable.
Un buen ejemplo de esto es el uranio, uno de los materiales radiactivos más conocidos. Cuando se desintegra, libera radiación muy potente y genera elementos como el cesio y el yodo radiactivo, que también se van descomponiendo gradualmente. Con el tiempo, estos productos pierden su actividad radiactiva, convirtiéndose en sustancias más estables e inofensivas.
Este fenómeno, que en su momento causó asombro (y algo de miedo), se convirtió en uno de los grandes descubrimientos de la ciencia moderna. Con el tiempo, se identificaron no solo los riesgos de la radiactividad, sino también sus múltiples aplicaciones prácticas.
Hoy en día, las radiaciones ionizantes se utilizan de forma controlada en numerosos campos: en medicina para diagnosticar y tratar enfermedades como el cáncer, en la agricultura para mejorar la conservación de alimentos, en la industria para inspeccionar materiales, y también en la geología, biología y otras muchas disciplinas.
Lejos de ser solo un peligro, la radiactividad bien gestionada puede ser una herramienta valiosa para la humanidad.

¿Pero… qué son exactamente las radiaciones ionizantes?
Cuando hablamos de radiación, no nos referimos a un solo tipo de energía. Existen muchas formas, y se clasifican en dos grandes grupos: ionizantes y no ionizantes, dependiendo de si tienen o no la capacidad de alterar los átomos de la materia por la que pasan.
Las radiaciones ionizantes son aquellas que tienen suficiente energía como para romper enlaces atómicos, es decir, pueden arrancar electrones de los átomos y provocar cambios a nivel molecular. Estas radiaciones son las que más impacto tienen en organismos vivos, y por eso se usan (con cuidado) en campos como la medicina o la investigación científica. Entre ellas encontramos las partículas alfa, beta, gamma, los rayos X, las emisiones radiactivas naturales y las generadas por aceleradores de partículas.
Por otro lado, tenemos las radiaciones no ionizantes, que no tienen la potencia suficiente para causar esos cambios atómicos. Aun así, pueden producir efectos térmicos o mecánicos en la materia. En este grupo están las ondas electromagnéticas como la radiofrecuencia, las microondas, la luz ultravioleta, el láser, y también las de naturaleza mecánica, como el ultrasonido.
En resumen: si la radiación puede ionizar átomos, entra en la categoría de “cuidado, esto es potente”. Si no puede, sigue siendo energía, pero menos peligrosa (aunque no inofensiva del todo). Entender esta diferencia es clave para saber cómo y cuándo es seguro exponerse a ciertos tipos de radiación.

La naturaleza también es radiactiva: lo llevamos en el cuerpo
Aunque suene sorprendente, vivimos rodeados de radiaciones todo el tiempo. No hace falta estar en una planta nuclear ni cerca de un laboratorio para estar expuestos: la radiactividad está presente en la propia naturaleza.
Una parte de esta radiación viene directamente del espacio exterior. Son los llamados rayos cósmicos, partículas de alta energía que atraviesan la atmósfera y llegan hasta nosotros. Pero también hay una fuente terrestre: muchos elementos radiactivos como el uranio, el torio o el potasio-40 se encuentran de forma natural en la corteza terrestre.
¿Y adivina qué? Los materiales de construcción que usamos para nuestras casas también contienen pequeñas dosis de elementos radiactivos. Y no acaba ahí: los alimentos, las bebidas, el aire y hasta nuestro propio cuerpo emiten niveles muy bajos de radiación.
Todo esto forma lo que se conoce como fondo radiactivo natural, es decir, la dosis constante de radiación a la que estamos expuestos simplemente por existir. Este fondo no es igual en todas partes. Depende, por ejemplo, de la cantidad de materiales radiactivos presentes en el suelo de cada región, y también de la altitud: cuanto más alto estés, menos protección tendrás de la atmósfera frente a la radiación cósmica.
Así que sí, incluso en un día tranquilo, nuestros átomos están recibiendo energía del cosmos y de la Tierra. Pero no te preocupes, tu cuerpo ya está acostumbrado a esta convivencia silenciosa con la radiactividad natural.

¿Qué efectos tiene la radiación en la salud?
Aunque suene alarmante, la radiación nos ha acompañado desde siempre. Nuestros cuerpos han evolucionado expuestos a niveles bajos de radiación natural, así que ya estamos bastante acostumbrados a convivir con ella sin mayores problemas. El cuerpo humano, de hecho, tiene mecanismos de reparación celular que nos protegen de los efectos de estas dosis mínimas.
El verdadero problema aparece cuando la exposición es a dosis elevadas de radiaciones ionizantes. Si la cantidad absorbida supera la capacidad del cuerpo para repararse, comienzan a aparecer daños. Cuanto mayor es la dosis y el tiempo de exposición, más graves pueden ser los efectos. La radiación en exceso puede alterar la estructura de las células, dañar el ADN y provocar mutaciones. En los casos más extremos, puede llegar a causar enfermedades como el cáncer, aunque vale decir que el riesgo es muy bajo si la exposición está controlada.
Radiaciones en medicina: un uso con propósito
Pero no todo es negativo. Las propiedades de ciertos tipos de radiación se han convertido en una herramienta clave en el campo de la salud. Por ejemplo, los rayos X y los radiofármacos se utilizan para atravesar el cuerpo humano y obtener imágenes internas que ayudan en el diagnóstico de muchas enfermedades. También se emplean en tratamientos, como en la radioterapia, donde se dirigen dosis precisas de radiación a células cancerígenas.
En resumen, la radiación no es mala por sí sola: todo depende de cómo, cuánto y para qué se use.

¿Cómo funciona una bomba nuclear?
Las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial son tristemente famosos ejemplos de armas nucleares. Pero, ¿qué ocurre realmente cuando estalla una bomba de este tipo?
Al detonar una bomba nuclear, se libera una cantidad descomunal de energía en forma de bola de fuego. Todo lo que se encuentra dentro de esa esfera incandescente —personas, tierra, agua, edificios— se vaporiza al instante. Este fenómeno genera la clásica nube en forma de hongo, símbolo visual del horror nuclear.
El material radiactivo presente en la bomba se mezcla con todo lo que fue vaporizado. A medida que la nube asciende y se enfría, el material se condensa en forma de partículas diminutas, como polvo o cenizas. Este residuo radiactivo cae nuevamente a la tierra, en un fenómeno conocido como lluvia radiactiva.
¿El problema? Que estas partículas, al ser tan pequeñas, pueden ser transportadas por el viento a grandes distancias, contaminando fuentes de agua, cultivos, animales y personas a kilómetros del lugar de la explosión. La lluvia radiactiva no solo es tóxica: permanece durante años afectando todo lo que toca.
Más allá de la devastación inmediata, este tipo de armas representa una amenaza duradera para la salud y el medioambiente. Es la muestra más extrema del poder destructivo humano, donde la ciencia y la guerra se combinan con consecuencias irreparables. Una bomba nuclear no solo destruye en segundos; contamina durante generaciones.
