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La peste negra, la epidemia más mortífera de Europa

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Tiempo de lectura: 7 minutos

A mediados del siglo XIV, la peste negra arrasó Europa como un invitado indeseado que nadie había invitado a la fiesta. Entre 1346 y 1347, la peor epidemia de la historia del continente se esparció sin piedad, convirtiéndose en una sombría compañera de viaje hasta su último brote en el siglo XVIII.

El impacto fue brutal: no solo nadie sabía de dónde venía ni cómo detenerla, sino que tampoco hacía distinciones. Desde mendigos hasta reyes, todos eran igual de vulnerables. Tal vez por eso la peste dejó una huella imborrable en los registros históricos, con descripciones tan exageradas que parecían sacadas de un guion apocalíptico.

En la Edad Media, las explicaciones sobre su origen eran de lo más variopintas. Algunos culparon a los miasmas, es decir, la corrupción del aire provocada por materia en descomposición, mientras que otros señalaron a los astros: conjunciones planetarias, eclipses o incluso cometas eran vistos como presagios de desgracias. También hubo quienes pensaron que los volcanes y terremotos liberaban gases letales que propagaban la enfermedad. Spoiler: ninguna de estas teorías era correcta.

La Iglesia, por su parte, interpretó la peste como un castigo divino por los pecados de la humanidad. Las penitencias y autoflagelaciones se volvieron moneda corriente, pues se creía que el sufrimiento físico podía «limpiar» el alma y calmar la ira de Dios.

Pero lo más oscuro fue que se buscaron culpables, y muchos señalaron a las comunidades judías. Se les acusó de envenenar los pozos, lo que desató violentos pogromos en varias ciudades europeas, llevando a la persecución y aniquilación de numerosas comunidades. El miedo y la ignorancia convirtieron la crisis sanitaria en una crisis social, dejando una marca imborrable en la historia.

Grabado antiguo mostrando una ciudad devastada por la peste o hambruna, con personas sufriendo y cadáveres. Imagen histórica de crisis y sufrimiento. Arte sobre la fragilidad de la vida.

De las ratas al hombre

No fue sino hasta el siglo XIX cuando los científicos descubrieron al verdadero villano: la bacteria Yersinia pestis. Los bacteriólogos Kitasato y Yersin identificaron, de manera independiente, que la enfermedad se propagaba desde las ratas negras y otros roedores a través de pulgas infectadas (Xenopsylla cheopis). En otras palabras, una picadura de pulga podía convertir a cualquiera en la próxima víctima de la peste.

El contagio era casi inevitable. Humanos y ratas compartían todo: casas, molinos, graneros e incluso barcos. Cuando las pulgas cambiaban de huésped, la infección viajaba con ellas. El proceso era silencioso pero letal: la bacteria podía estar rondando durante 16 a 23 días antes de que aparecieran los primeros síntomas. Para cuando alguien caía enfermo, en cuestión de días ya había cadáveres y el pánico se apoderaba de la ciudad.

La peste no tenía una sola cara. La variante más común era la peste bubónica, reconocible por bubones (ganglios linfáticos inflamados) en la ingle, axilas o cuello, acompañados de fiebre, escalofríos y delirio. Pero había dos versiones aún más aterradoras: la peste septicémica, que teñía la piel de negro al invadir el torrente sanguíneo (de ahí el término «muerte negra»), y la peste neumónica, que atacaba los pulmones y se transmitía por el aire. Ambas eran una sentencia de muerte sin posibilidad de escape.

Por siglos, la humanidad intentó frenar la peste con plegarias y supersticiones. Pero la verdadera clave estaba en una simple ecuación: menos pulgas, menos peste.

Pintura renacentista que representa la alegoría de la Muerte, con esqueletos y escenas de caos generalizado. Obra de arte sobre la mortalidad y el apocalipsis. Arte medieval sobre la epidemia.

Origen y propagación

La peste negra no se anduvo con rodeos: en cuestión de pocos años, arrasó la cuenca mediterránea y Europa como un huracán invisible. Sus primeros indicios se remontan al desierto de Gobi en 1320, pero no tardó en expandirse. Para 1331-1334, China ya estaba sufriendo sus estragos, justo después de que inundaciones devastaran el país. Como si la situación no fuera lo suficientemente mala, la enfermedad encontró un aliado perfecto: el comercio internacional.

Asia y Europa estaban conectadas por rutas comerciales que movían especias, telas, y… ratas infectadas. Los barcos mercantes, sin saberlo, se convirtieron en naves de la muerte, transportando pulgas infectadas entre mercancías y tripulantes. Las grandes ciudades comerciales fueron los primeros puntos de contagio, y desde allí, la peste se esparció como pólvora, viajando por caminos, ríos y mares, alcanzando villas, aldeas y el campo.

La mayoría de los casos eran peste bubónica primaria, transmitida por pulgas que viajaban en ratas o, peor aún, en las propias ropas de los comerciantes y viajeros. Y aunque hoy nos parezca obvio, en el siglo XIV nadie entendía qué estaba pasando. La medicina de la época no tenía respuestas, y muchos médicos terminaban enfermos junto a sus pacientes.

Ante la desesperación, surgió un método rudimentario pero efectivo: la cuarentena. Se ordenaba que los infectados pasaran 40 días aislados, y lo mismo ocurría con los barcos sospechosos de llevar la peste. Si alguien sobrevivía, podía volver a tierra; si no… bueno, problema resuelto. Así nació el concepto de cuarentena, un intento medieval de frenar una enfermedad que no tenía frenos.

Ilustración medieval de la peste negra mostrando un hombre cubierto de ratas y personajes horrorizados. Representación histórica de la propagación de la enfermedad. Arte medieval sobre la epidemia.

El impacto devastador de la peste negra

Cuando se habla de la peste negra, las cifras son de pesadilla. El 60% de la población europea pudo haber sucumbido, no solo por la enfermedad en sí, sino también por el caos social que desató. Las ciudades quedaron desiertas, los campos sin quien los trabajara y miles murieron de hambre o abandono. En términos absolutos, Europa pasó de 80 millones de habitantes a solo 30 millones entre 1347 y 1353.

Sin embargo, el desastre trajo consigo cambios inesperados. Con menos trabajadores disponibles, los salarios subieron y muchos campesinos empobrecidos lograron acceder a tierras abandonadas. Las ciudades revivieron, impulsando el comercio y la innovación. Algunos historiadores incluso creen que la peste aceleró la llegada del Renacimiento, al transformar la economía y la sociedad. Un giro irónico del destino: de tanta muerte, surgió una nueva era.

¿Cómo se propagó tan rápido?

Para entender la velocidad con la que la peste negra arrasó Europa, hay que retroceder al siglo XI, una época de prosperidad climática. Buenas cosechas, crecimiento urbano y un auge demográfico que duplicó o triplicó la población de grandes ciudades como París y Florencia. Pero la bonanza no duró.

En el siglo XIV, el clima se volvió un enemigo mortal. Fríos extremos y lluvias interminables arruinaron las cosechas, provocando hambrunas masivas. Los precios se dispararon, dejando a campesinos y pobres sin comida suficiente. Con cuerpos debilitados y sistemas inmunológicos colapsados, la peste encontró un caldo de cultivo perfecto.

El resultado: cuando la enfermedad golpeó, nadie tuvo la fuerza para resistirla. Y así, en cuestión de años, Europa pasó de la abundancia al desastre.

La peste negra, la epidemia más mortífera de Europa | 1

El destino trágico de los gatos en la Edad Media

En la Edad Media, los gatos eran los héroes no reconocidos de las casas y graneros. Su misión: acabar con las ratas y proteger los alimentos. Pero todo cambió con el tiempo. De ser amigos de la humanidad, los gatos, especialmente los de color negro, se convirtieron en sospechosos de todo mal. ¿Por qué? Porque en esa época, el miedo al “mal” estaba en su punto más alto, y la Iglesia Católica, la institución más poderosa, tenía un papel clave en todo esto.

La Inquisición comenzó a finales del siglo XII en el sur de Francia, con el objetivo de erradicar la herejía y la brujería. Las brujas, que en muchos casos eran asociadas a gatos negros, pasaron a ser las nuevas villanas. El miedo a lo desconocido y la paranoia hicieron que cualquier cosa que no se entendiera o fuera diferente fuera vista con recelo. Así, los gatos, criaturas misteriosas y escurridizas, comenzaron a ser vinculados con el diablo.

En 1218, el Papa Gregorio IX hizo oficial la condena a los gatos al asociarlos con el mal. A través de una bula papal, el gato negro se convirtió en la representación del demonio, y la persecución fue implacable. La gente comenzó a exterminar a estos animales de todas las maneras posibles, y no pocos gatos fueron quemados vivos junto con las brujas.

Pero para nada hacía presagiar las consecuencias sin precedentes a las que la humanidad se enfrentaría por su ignorancia.

Ilustración medieval mostrando una cacería o control de plagas, con un animal en un árbol y perros ladrando. Arte histórico sobre la vida rural y la gestión de animales. Dibujo medieval de animales y cazadores.

La trágica desaparición de los gatos y la propagación de la peste negra

Este trágico episodio tuvo consecuencias inesperadas: sin gatos para controlar a las ratas, las plagas de roedores aumentaron, y con ellas, las enfermedades, incluida la peste negra. Quizá el destino de los gatos nos dejó una lección no solo sobre la superstición, sino sobre el daño que puede hacer el miedo irracional.

Cientos de miles de gatos fueron sacrificados, junto con miles de mujeres acusadas de brujería y otros «herejes». Algunos relatos sugieren que los gatos estuvieron a punto de desaparecer casi por completo.

Pero lo que parecía un simple ajuste de cuentas con lo sobrenatural tuvo consecuencias desastrosas. Al eliminar a los felinos, se dejó una puerta abierta para una proliferación descontrolada de roedores, especialmente la rata negra, portadora de la pulga que transmitía la letal peste negra. En un giro irónico del destino, la desaparición de los gatos fue uno de los factores que facilitó la propagación de la enfermedad que ya había devastado Europa en 1347.

El cambio climático y las oleadas de la peste negra

La peste negra no fue un mal exclusivo de 1347. A lo largo de los siglos, la enfermedad se repitió en sucesivas oleadas, aunque ninguna de ellas alcanzó la magnitud de la primera epidemia. Hasta hace poco, se pensaba que la enfermedad pervivió en Europa en roedores locales, con los brotes posteriores originados por esos reservorios. Sin embargo, un reciente estudio publicado en la revista PNAS ha dado un giro interesante: las epidemias de peste posteriores fueron causadas por reintroducciones de la enfermedad desde Asia, no por ratas locales.

El cambio climático jugó un papel clave en este fenómeno. En Asia Central, los ciclos climáticos de primaveras húmedas seguidas de veranos cálidos y repentinas olas de frío y sequedad afectaron a los jerbos, principales portadores de las pulgas. Estos cambios forzaron a las pulgas a buscar nuevos hospedadores, como humanos y ratas, lo que facilitó la reintroducción de la peste en Europa.

Los investigadores han logrado correlacionar más de 7700 brotes de peste con datos climáticos históricos obtenidos del análisis de anillos de troncos de enebros, así como con rutas comerciales entre Asia y Europa. Lo que parecía una simple enfermedad de roedores resultó ser una epidemia vinculada a complejos factores climáticos y humanos.

Fuentes:

Pintura renacentista mostrando una escena de terror con la Muerte interrumpiendo un banquete. Obra de arte sobre la mortalidad humana y la inevitabilidad de la muerte. Representación de la muerte en el arte.

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