La vocación de San Mateo es una de las obras maestras del pintor italiano Caravaggio. Pintada al óleo sobre lienzo, forma parte del ciclo sobre la Vida de San Mateo, encargado en 1599 para la Capilla Contarelli, en la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma, donde aún se exhibe.
Este fue el primer gran encargo monumental de Caravaggio, y de él surgieron dos de sus piezas más importantes: La vocación de San Mateo y El martirio de San Mateo. La pintura destaca por su intensa carga dramática, su composición meticulosa y el uso magistral de la luz y la sombra, sello característico del artista.
La escena representa el momento descrito en el Evangelio de Mateo (9:9): Jesús entra en un despacho de impuestos y ve a Mateo, un recaudador, sentado entre otros hombres. Con un simple gesto, le dice: «Sígueme», y Mateo, sorprendido, obedece.
Caravaggio logra una narración visual impactante con una iluminación teatral que enfatiza la presencia de Jesús y el asombro de Mateo. La obra es un ejemplo perfecto del tenebrismo, la técnica que revolucionó la pintura barroca.
Una pieza imprescindible para entender el genio de Caravaggio y el poder de la pintura como narradora de historias.

La vocación de San Mateo se estructura en dos planos paralelos. En el plano superior, destaca una ventana que, de manera sencilla, parece iluminar la escena. En el plano inferior, se captura el instante exacto en que Cristo, con un gesto decidido, señala a San Mateo, llamándolo al apostolado.
San Mateo está sentado frente a una mesa con un grupo de personas, todas vestidas como los contemporáneos de Caravaggio, en lo que parece una escena sacada de una taberna. Este detalle, que sitúa a los personajes en un contexto moderno, refuerza la sensación de inmediatez y realismo que Caravaggio busca transmitir. La escena no está idealizada; los hombres que rodean a Mateo son tan humanos y reales como los ciudadanos del siglo XVII.
Lo más llamativo de la obra es el contraste entre la vestimenta de Cristo y San Pedro, quienes, en una decisión antihistórica, están representados con túnicas atemporales, sin ninguna referencia a la moda de la época. Este enfoque resalta la universalidad y trascendencia del momento, al mismo tiempo que sitúa la acción en un escenario contemporáneo, acercando lo divino a lo cotidiano.
Caravaggio, al romper las barreras entre lo sagrado y lo humano, transforma esta obra en una reflexión sobre la interconexión entre el pasado y el presente, y la presencia tangible de lo divino en la vida diaria.

En La vocación de San Mateo, Caravaggio utiliza la luz de forma magistral. La ventana que se abre hacia el espacio, iluminada por un resplandor, parece transportar la escena de los recaudadores de impuestos a un lugar cerrado, pero con la llegada de Cristo, la luz divina entra en este oscuro mundo. Para aumentar la tensión dramática y enfocar la atención en los protagonistas, el pintor sumerge la escena en una penumbra profunda, rota solo por rayos de luz blanca que resaltan los gestos, manos y algunas partes de la ropa, dejando casi invisible el resto de la escena.
La pintura refleja la colisión entre dos mundos: el poder inmortal de la fe, representado por Cristo, y el ambiente mundano de Levi, quien, absorbido por el dinero, sigue ignorando la llamada divina. Cristo irrumpe en la escena con un rayo de luz, un gesto sutil pero cargado de gravedad sublime, sin necesidad de fuerza física. Los pies descalzos de Cristo contrastan con la vestimenta ostentosa de los recaudadores; descalzo, simboliza la santidad y la presencia en suelo sagrado.
De forma similar a su tratamiento de San Pablo en su Conversión en el camino de Damasco, Caravaggio captura el momento en que la rutina diaria es interrumpida por lo milagroso. Alrededor de Mateo hay varios espectadores que permanecen ajenos al milagro, reflejando la indiferencia de muchos ante lo divino. Es especialmente significativo que uno de los compañeros de Mateo lleve gafas, como si estuviera ciego ante la influencia del dinero.
La obra no solo narra un milagro, sino que también invita a reflexionar sobre la ceguera espiritual frente a lo que realmente importa.

La audiencia de Caravaggio probablemente habría notado el parecido simbólico entre el gesto de Cristo al señalar a Mateo y el gesto de Dios al despertar a Adán en la famosa Capilla Sixtina de Miguel Ángel. De esta manera, Cristo sería representado como el nuevo Adán, iniciando un nuevo ciclo de redención. Siguiendo la línea del brazo izquierdo de Cristo, parece que invita a Mateo a unirse a él, a seguirle hacia el mundo y aceptar su llamado divino. Esta legibilidad clara de la escena, tan diferente a la complejidad de las obras manieristas, es una de las razones clave de la enorme popularidad de la pintura.
Este gesto de Cristo es replicado por San Pedro, figura central de la Iglesia Católica, quien actúa como mediador entre el mundo divino y el humano. Este simbolismo es perfectamente coherente con el contexto de la Contrarreforma, en la que se buscaba enfatizar la intermediación de la Iglesia en la salvación. Además, el gesto de Cristo se repite a través de Mateo, representando simbólicamente la salvación: un proceso que, a través de los sacramentos, se transmite y se repite a lo largo del tiempo por la Iglesia.
Este enfoque resalta no solo la dimensión religiosa del momento, sino también el papel continuo de la Iglesia en la transmisión de la fe. La obra se convierte así en una poderosa representación de la salvación y la interacción divina con la humanidad.

El Aquelarre, también conocido como El Gran Cabrón (1823), es una de las obras más perturbadoras de Francisco de Goya, pintada al óleo sobre revoco como parte de las Pinturas Negras, una serie que Goya realizó para decorar los muros de su casa en la Quinta del Sordo. Estas pinturas fueron creadas entre 1819 y 1823, y representan la visión más sombría y crítica del pintor sobre la humanidad y la oscuridad de la sociedad de su tiempo.
Esta obra en particular decoraba el lado sur del piso bajo de la casa de Goya, pero tras su traslado, el lienzo ha sufrido una alteración. La longitud original del cuadro se ha perdido por el lado derecho, lo que ha modificado el eje de simetría del conjunto. La figura central, una mujer sentada con falda negra y pañuelo blanco, ya no se encuentra equidistante de las dos figuras prominentes: el macho cabrío o Satanás y la mujer sentada en la silla. Esto ha desequilibrado la composición, convirtiendo a las brujas en un grupo uniforme sin el espacio vacío que originalmente había a la derecha.
El Aquelarre ocupaba el centro de la sala, llenando por completo el muro sur, con dos pequeñas ventanas flanqueando la pintura. En el muro opuesto se encontraba otro óleo de similar formato: La romería de San Isidro, creando un contraste significativo entre lo oscuro y lo sagrado, lo profano y lo divino.
Este cuadro es una profunda reflexión sobre los temores y supersticiones de la época, y una crítica feroz a la irracionalidad de la sociedad. Goya utiliza la oscuridad visual y conceptual para sumergir al espectador en un universo perturbador, donde lo sobrenatural y lo humano se entrelazan de manera inquietante.

En El Aquelarre o El Gran Cabrón, los dos personajes principales —la mujer sentada en la silla y el macho cabrío— tienen el rostro oculto, lo que añade un aire de misterio y oscuridad a la escena. Según la interpretación de Nigel Glendinning, el macho cabrío, que representa al demonio, parece estar dirigiendo la palabra a la joven, quien parece estar siendo iniciada como bruja. Las demás figuras, que miran hacia el Cabrón, parecen escuchar atentamente sus palabras, excepto una figura en primer plano, con una mantilla de novicia, que observa a la joven, sugiriendo quizás un momento de duda o conflicto.
Las figuras representadas tienen un aspecto grotesco, con rostros caricaturizados hasta el punto de parecer animalizados, lo que refuerza la atmósfera de horror y degradación que impregna la pintura. La paleta de colores, característica de las Pinturas Negras, es predominantemente oscura, con un uso intensivo del negro, intercalado con manchas blancas que apenas filtran la luz y crean sombras sombrías. El resto de la gama cromática varía entre amarillos, ocres y tonos rojizos, con algunas pinceladas de azul.
La aplicación de la pintura es suelta, gruesa y rápida, lo que sugiere que debe ser contemplada desde una distancia. A pesar de esto, se destacan líneas más finas que delinean las figuras y proporcionan definición a las siluetas. Todos estos elementos contribuyen a crear una atmósfera intensa de pesadilla, propia de un ritual satánico o ceremonia oscura, como corresponde al tema central de la obra. Esta pintura refleja la capacidad de Goya para transmitir el terror y la irracionalidad de las supersticiones de su tiempo.
