Ed Gein

Ed Gein: el verdadero rostro detrás de Leatherface

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Antes de que Hollywood llenara las pantallas con motosierras y moteles lúgubres, hubo un hombre real que sembró el miedo en la vida rural estadounidense: Ed Gein, el tristemente célebre “Carnicero de Plainfield”. Su nombre se convirtió en sinónimo de horror y dio vida a tres de los villanos más escalofriantes del cine: Norman Bates (Psicosis), Leatherface (La masacre de Texas) y Buffalo Bill (El silencio de los inocentes).

Pero Ed Gein no era un asesino típico. No tenía una pandilla, ni una infancia feliz arruinada por el azar. Su monstruosidad fue fabricada en casa, moldeada a fuego lento por una madre fanática y una soledad brutal.

En su pequeño pueblo de Plainfield, Wisconsin, nadie imaginaba que aquel hombre delgado, tímido y de sonrisa torpe escondía una mente capaz de convertir una granja en un museo del horror. Los vecinos lo consideraban algo raro, sí, pero inofensivo. Como muchos psicópatas de manual, su monstruo interior prefería trabajar en silencio, mientras el mundo seguía girando sin sospechar lo que ocurría tras las paredes de su casa.

Leatherface

Infancia bajo el yugo de Augusta

Para entender a Ed Gein hay que mirar su infancia, y no precisamente con ternura. Su padre, George, era un alcohólico violento; su madre, Augusta, una fanática religiosa que veía el mal en todas partes, especialmente en las mujeres. Según ella, eran “criaturas del diablo diseñadas para tentar a los hombres”.

Augusta solo toleraba una excepción: ella misma. Mantenía a Ed y a su hermano Henry aislados del mundo, obligándolos a leer pasajes bíblicos sobre el infierno y la corrupción del alma. No los dejaba tener amigos ni hablar con chicas. Si Ed era el molde perfecto para un futuro asesino, Augusta fue quien vertió el metal fundido.

El joven Ed desarrolló una adoración enfermiza por su madre, un lazo tan fuerte que borró cualquier posibilidad de independencia emocional. Cuando su hermano Henry comenzó a cuestionar esa relación, el destino (y tal vez Ed) lo calló para siempre. En 1944, un incendio en la granja acabó con Henry muerto y una herida sospechosa en la cabeza. El veredicto oficial: asfixia. Pero en Plainfield, todos murmuraban otra historia.

Con su padre muerto, su hermano enterrado y su madre aún viva, Ed se quedó con la figura que más temía y más amaba. Hasta que Augusta también murió en 1945. Ese día, el hombre se apagó y nació el monstruo.

Ed Gein

Entre tumbas y fantasmas

La muerte de Augusta dejó a Ed solo en el mundo. Su mente, ya debilitada, se rompió del todo. Comenzó a visitar los cementerios del condado, buscando a mujeres que se parecieran a su madre. En lugar de flores, les ofrecía pala y sudor. Desenterraba cadáveres recientes, los llevaba a su casa y los usaba para un propósito inquietante: reconstruir a Augusta con retazos humanos.

Su técnica era casi quirúrgica. Leía los obituarios en el periódico, elegía a las recién fallecidas y cavaba de noche, con precisión y devoción. La policía descubriría años después que fabricaba máscaras de piel, cuencos con cráneos y muebles tapizados con carne humana. Un interiorismo que haría llorar a cualquier decorador.

Gein decía que no recordaba sus actos, que entraba en una especie de trance. En su mente delirante, solo estaba “manteniendo viva” a su madre. Y aunque en principio no mataba, la línea entre el robo de cadáveres y el asesinato era delgada. Muy delgada.

Ed Gein

Mary Hogan y Bernice Worden: del rumor al horror

El primer nombre en su lista de víctimas vivas fue Mary Hogan, dueña de un bar local y mujer de carácter. Algunos decían que era la antítesis de Augusta: vulgar, libre y malhablada. En 1954 desapareció sin dejar rastro, salvo por una broma macabra de Gein: “No ha desaparecido, está en mi granja”, decía entre risas. Nadie lo tomó en serio.

Tres años más tarde, en 1957, la historia se repitió. Esta vez con Bernice Worden, dueña de la ferretería local. Su hijo, al no encontrarla, notó que el último ticket de venta era a nombre de Ed Gein. Llamó a la policía y, con ese dato, se abrieron las puertas del infierno rural.

La escena dentro de la granja de los Gein fue tan espeluznante que algunos agentes necesitaron terapia después. El cuerpo de Bernice colgaba boca abajo, decapitado, abierto en canal. En bolsas hallaron su corazón, la cabeza de Mary Hogan y varios objetos imposibles de describir sin náuseas: sillas tapizadas con piel humana, cráneos usados como tazas, y una máscara hecha con el rostro de una mujer.

Aquella casa se convirtió en la plantilla visual del terror cinematográfico, y su dueño, en el rostro más infame de la psique enferma americana.

Ed Gein

Un hombre que quería ser su madre

Lo más perturbador no fue solo lo que hizo, sino por qué lo hizo. Los psiquiatras descubrieron que Gein no buscaba placer ni poder, sino transformación. Quería convertirse en Augusta. Su fijación se mezcló con una sexualidad reprimida y un deseo confuso de cambio de identidad.

Las prendas hechas de piel femenina eran, para él, una forma de “vestirse” como su madre, literalmente. Durante los interrogatorios, Gein explicó con calma que quería “resucitar a los muertos” y que actuaba “por mandato de Dios”. Fue diagnosticado con esquizofrenia paranoide y delirios religiosos, y declarado inimputable.

La idea de un hombre atrapado entre la devoción, la locura y la culpa resonó tan fuerte que Hollywood la inmortalizó en celuloide. Cada máscara de cuero, cada sótano lúgubre del cine de terror moderno, lleva algo de Ed Gein.

Ed Gein

El eco cultural del horror

Ed Gein murió en 1984, internado en un hospital psiquiátrico. Nunca volvió a ser juzgado, pero su leyenda siguió creciendo. La cultura pop lo convirtió en un símbolo de la oscuridad rural americana: el vecino amable que esconde algo inimaginable tras la sonrisa.

Sus crímenes transformaron el terror. Antes de él, los monstruos eran vampiros o fantasmas. Después de Gein, el mal se volvió humano. Leatherface, Norman Bates y Buffalo Bill son, en el fondo, reinterpretaciones del mismo trauma: el hijo que jamás logró separarse del espectro de su madre.

La granja fue demolida, pero el mito quedó. Y aunque el horror de Gein parece cosa del pasado, su historia recuerda algo inquietante: a veces, los monstruos más terribles no nacen en los infiernos, sino en la sala de estar.

Fuentes:

Ed Gein


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