Genio artístico por antonomasia, Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) vivió en un período crucial de la historia de Europa. Fueron tiempos en los que la fe católica se desmoronaba ante el ímpetu de la Reforma protestante (iniciada por Martín Lutero en 1517), momentos en los que el astrónomo Copérnico revelaba la verdadera posición de la Tierra en un sistema heliocéntrico. Además, los relatos de viajes y el descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 generaban una nueva visión del universo, con lugares, razas y especies que no aparecían en la Biblia, cuestionando así muchas verdades asentadas.
Miguel Ángel procedía de una antigua familia de mercaderes y banqueros de Florencia. Su padre era un funcionario con una posición acomodada en la ciudad. Sin embargo, desde muy joven, Miguel Ángel se inclinó por la carrera artística, desafiando los deseos de sus padres. A los 13 años, un amigo de la familia lo llevó al taller de Domenico Ghirlandaio, donde comenzó a formarse en las diversas técnicas de la pintura, incluida la del fresco, que más tarde aplicaría con maestría en la famosa Capilla Sixtina.
Un año después de ingresar al taller de Ghirlandaio, Lorenzo de Médicis, conocido como Lorenzo el Magnífico y gran mecenas de las artes, lo invitó a vivir y formarse en su palacio, marcando el inicio de una carrera que cambiaría el curso de la historia del arte.

Al mismo tiempo, su estancia en la corte del Magnífico permitió a Miguel Ángel empaparse profundamente en el arte de la Antigüedad clásica. Los jardines del palacio de Lorenzo de Médicis albergaban una valiosa colección de escultura romana, que el joven Buonarroti pudo estudiar de cerca. Fue allí, bajo la tutela de Bertoldo di Giovanni, un discípulo anciano de Donatello, donde Miguel Ángel entró en contacto con la escultura, considerándola un arte «superior» desde entonces.
Las primeras obras de Miguel Ángel dan fe de esta influencia clásica. Entre ellas destacan los relieves de Lucha de centauros y lapitas, inspirados en los sarcófagos romanos. Ya en esos años, su virtuosismo artístico era tan impresionante que se cuenta que una de sus estatuas fue vendida a un coleccionista haciéndola pasar por antigua. El engaño fue pronto descubierto, pero el comprador, lejos de indignarse, se convirtió en mecenas del joven artista florentino.
Desde esta fase juvenil, el arte de Miguel Ángel mostraba rasgos originales que iban más allá de la simple imitación de lo antiguo. Su obsesión por la representación del cuerpo humano fue una constante a lo largo de su carrera. Esto resulta paradójico, pues, siendo un hombre reconocido por su misantropía, Miguel Ángel mantenía malas relaciones con su familia, como se deduce de sus cartas a sus hermanos, y nunca aceptó ayudantes, por más grandes que fueran sus obras.

Este interés de Miguel Ángel por la figura humana, y más concretamente masculina, ha sido explicado en parte a través de su homosexualidad, ya que se documenta su relación con el joven patricio Tommaso dei Cavalieri durante sus años de madurez. Lo cierto es que la anatomía masculina aparece en su arte como la más alta creación, y hasta las figuras femeninas, aunque menos numerosas, presentan rasgos masculinos, destacando la idealización de la figura humana en su obra.
En 1496, Miguel Ángel viajó por primera vez a Roma. La ciudad papal, en pleno pontificado de Alejandro VI, el fastuoso papa Borgia, se había convertido en un centro de atracción para los artistas, ofreciendo generosas perspectivas de mecenazgo y celebridad. Para acreditar su talento, Miguel Ángel realizó su primera obra maestra, la Piedad del Vaticano, cuya perfección clásica dejó asombrados a sus contemporáneos.
Fue en la época en la que llegó a Florencia en 1501 cuando Buonarroti expresó en sus obras un mayor compromiso político. Así, nada más llegar a Florencia, precedido por la fama adquirida en Roma, recibió el encargo de una escultura que representara a David, el vencedor sobre Goliat. La obra fue concebida como la máxima expresión del ideal republicano que dominaba Florencia en ese momento.

En 1505, Miguel Ángel regresó a Roma por un nuevo encargo del papa Julio II, quien le encomendó la ambiciosa tarea de realizar su sepulcro. Este proyecto, que fascinó al artista, se convertiría en su peor tormento debido a las continuas demoras en su ejecución. A raíz de las órdenes de Julio II, Miguel Ángel fue enviado a Bolonia, donde pasaría dos años. Sus escritos de esa época reflejan una gran amargura ante un trabajo que le ofrecía pocas satisfacciones. No regresó a Roma hasta 1508, pero cuando lo hizo, se le encomendó un nuevo y gigantesco proyecto: la ejecución de los frescos de la Capilla Sixtina.
Este fresco monumental iba a ser inicialmente una simple representación de los Apóstoles. Sin embargo, Julio II se dejó llevar por la furia creadora de Miguel Ángel, lo que hizo que el proyecto cambiara de forma progresiva hasta convertirse en una obra completamente diferente. Este fresco, admirado a través de los años, resulta difícil de comprender si se considera que su autor solo se dedicaba a la pintura por obligación, como él mismo decía, y que, al recibir el encargo, respondió que él era, ante todo, escultor.
Hasta octubre de 1512, Buonarroti estuvo dedicado a la realización de estos frescos, que incluyen más de 300 figuras. La apertura al público de la Capilla Sixtina fue un verdadero acontecimiento. De inmediato, la fama de esta creación se difundió por toda Europa, y desde entonces se consolidó el primado artístico de Miguel Ángel en su época, incluso por encima de su contemporáneo Rafael.

Julio II no fue más que el primero de una serie de papas que apoyaron la carrera de Miguel Ángel durante más de medio siglo. En 1513, ascendió al trono papal Juan de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, quien había sido protector de Miguel Ángel en su juventud. La familia Médici había recuperado el poder en Florencia un año antes, gracias al apoyo de las tropas españolas, y el papa León X deseaba conmemorar ese éxito mediante una serie de grandes proyectos arquitectónicos, los cuales confió al genial artista.
Desde 1519, Miguel Ángel se dedicó a trabajar en Florencia en varios proyectos destacados, entre los que se incluyen la fachada de la iglesia de San Lorenzo, las tumbas Mediceas y la biblioteca Laurenciana, todas dentro del complejo arquitectónico de la misma iglesia. Este alejamiento de la realización del sepulcro de Julio II fue una forma en que el Papa lo apartó de la obra que tanto lo había obsesionado.
Antes de su muerte, Clemente VII encargó a Miguel Ángel una de las obras más emblemáticas de su carrera: el Juicio Final para el muro de entrada de la Capilla Sixtina. Esta obra refleja la profunda crisis espiritual de Miguel Ángel, quien volcó en ella su propia personalidad y vivencias personales.
Durante esta etapa, Miguel Ángel también se puso al servicio de la política de reafirmación del poder papal, lo que llevó a un ambicioso programa de renovación urbanística en Roma. En su faceta como arquitecto, se dedicó a la ampliación de la basílica de San Pedro, así como a la realización de la plaza del Campidoglio y la Porta Pía, proyectos que siguen siendo un testimonio de su maestría.

Sin embargo, durante esos mismos años, Miguel Ángel atravesó una profunda crisis espiritual y religiosa. En este período, el artista comenzó una relación con Vittoria Colonna, una aristócrata vinculada al círculo de Juan de Valdés, un humanista español que abogaba por una reforma profunda de la Iglesia católica. La influencia de Colonna llevó a Miguel Ángel a cuestionar sus creencias religiosas y a replantearse su visión sobre el arte y la vida.
A partir de ese momento, un sentimiento de arrepentimiento comenzó a dominar al artista, quien dejó de considerar la belleza del cuerpo humano como una expresión de la Divinidad. El miedo a la muerte y a la condenación eterna lo llevaron a renegar del hedonismo que antes había impregnado su obra. Con el fallecimiento de su gran amiga Vittoria, la muerte se convirtió en el tema central de su poesía y sus reflexiones.
Este cambio de sensibilidad se reflejó especialmente en su escultura, que experimentó una profunda transformación en la fase final de su vida. Sus últimas obras, especialmente una serie de representaciones de la Piedad, adoptaron un carácter profundamente melancólico, casi como un réquiem personal. La Piedad Rondanini, una de sus últimas creaciones, muestra a los cuerpos de madre e hijo fusionándose en un dramático momento de agonía. Se cuenta que Miguel Ángel trabajó en esta escultura hasta el día anterior a su muerte. Así, para él, vida y obra se entrelazaron de manera indivisible; su existencia encontraba sentido en su creación, y su arte era la razón misma de su vida.
