La historia de la medicina está llena de casos tan raros que parecen sacados de una película de ciencia ficción. Algunos son tan extraños que cuesta creer que hayan ocurrido de verdad… pero ocurrieron. Y si hay alguien que sabe de eso, es Thomas Morris, extrabajador de la BBC y autor del libro El misterio de los dientes que explotaban y otras curiosidades de la historia de la medicina (Penguin, 2018).
En esa joyita literaria, Morris recopila siete de los casos médicos más insólitos que se han registrado a lo largo de los siglos. Aquí te traemos cinco de ellos, y sí, arrancamos con uno que duele solo de leerlo.
Los dientes que explotaban (sí, explotaban)
Hace unos 200 años, en Pennsylvania, un clérigo identificado como “el Reverendo D.A.” empezó a sufrir un dolor de muelas insoportable. La desesperación fue tal que terminó corriendo por el jardín como loco, golpeándose contra el suelo y metiendo la cara en agua helada. Nada funcionaba.
Hasta que, de repente, mientras caminaba por su estudio sujetándose la mandíbula, ocurrió lo impensado: un fuerte estallido, como un disparo, hizo pedazos su diente… y, para su sorpresa, le dio alivio inmediato.
No fue un caso aislado. Otras personas reportaron explosiones similares, y el fenómeno llegó a publicarse en una revista dental con el inquietante título: Explosión de los dientes con un informe audible.
¿La causa? Teorías hay muchas: cambios bruscos de temperatura, químicos primitivos en empastes… pero ninguna termina de convencer. El misterio sigue abierto.

El marinero que se creía tragasables (spoiler: no lo era)
En 1799, John Cummings, un joven marinero estadounidense de 23 años, decidió que una noche de fiesta en el puerto francés de Le Havre no estaría completa sin hacer una estupidez monumental. Todo empezó cuando él y sus compañeros vieron a un mago que fingía tragarse cuchillos. Sí, fingía. Pero Cummings, ya bastante borracho, pensó: “yo también puedo”.
Entre risas y desafíos, se metió un cortaplumas en la boca… y se lo tragó. ¿El problema? Que ahí no terminó la historia. Cuando alguien le preguntó cuántos cuchillos podía tragarse, respondió con valentía (y cero sentido común): “¡Todos los cuchillos del barco!”. Acto seguido, engulló tres más.
Pasaron seis años sin más incidentes, hasta que en 1805, queriendo volver a impresionar en una fiesta, repitió su acto de tragador amateur. Y esta vez su cuerpo dijo basta. El dolor abdominal apareció y, poco a poco, comer se volvió casi imposible. Cummings empezó a morir de hambre, víctima de su absurda hazaña.
En 1809, tras una larga agonía, falleció. Lo más surrealista vino después: los médicos, que no creían su historia, realizaron una autopsia y quedaron helados al encontrar más de 30 cuchillos corroídos en su estómago e intestinos. Uno incluso había perforado su colon.
Moraleja: no todo lo que brilla es magia… y tragarse cuchillos definitivamente no es un buen truco.

El coronel que se operó la vejiga… él solito
Claude Martin no era un tipo común. Soldado del siglo XVIII, trabajó para la Compañía Británica de las Indias Orientales y se convirtió en uno de los europeos más ricos de la India. Además de militar, fue cartógrafo, arquitecto, administrador ¡y hasta construyó el primer globo aerostático del país! Pero lo más insólito de su historia no tiene nada que ver con mapas ni globos, sino con algo mucho más… íntimo.
En 1782, Martin empezó a sufrir los dolorosos síntomas de un cálculo en la vejiga. Como la cirugía de la época era más tortura que tratamiento, decidió no arriesgarse en manos ajenas. En lugar de eso, se armó de valor (y de creatividad) y diseñó su propia herramienta quirúrgica: una aguja de tejer unida a un mango de ballena. Porque claro, ¿quién necesita un médico teniendo agujas y ballenas?
Con este invento casero, Martin accedió a su vejiga a través de la uretra (sí, así como lo leés) y raspó la piedra poco a poco. Realizó este brutal procedimiento hasta 12 veces al día durante seis meses.
Y lo increíble: funcionó. Sus síntomas desaparecieron sin necesidad de bisturí.
Cincuenta años más tarde, los cirujanos parisinos desarrollaron un procedimiento similar, al que llamaron litotricia, sin saber que Martin ya lo había hecho… y en carne propia.
Fue el primer cirujano en practicarlo y, de paso, su propio paciente. Un pionero de la medicina… y de la valentía extrema.

El molinero que perdió el brazo… ¡y se volvió famoso!
El 15 de agosto de 1737, Samuel Wood, un joven que trabajaba en un molino de viento en la isla de los Perros (Londres), vivió una de esas historias tan absurdas que parecen inventadas. Mientras buscaba otra bolsa de maíz, no se dio cuenta de que una cuerda colgaba peligrosamente cerca de una de las grandes ruedas de madera del molino.
La cuerda se enredó en los engranajes y, en cuestión de segundos, Wood salió volando por el aire y se estrelló contra el suelo. Aturdido, se levantó. No sentía dolor… solo un hormigueo raro en el hombro. Hasta que miró la rueda. Había un brazo enganchado ahí. Su brazo.
Con una calma que hoy en día sería digna de TikTok, bajó por una escalera estrecha y caminó hasta la casa más cercana para pedir ayuda. Los médicos pensaron que no sobreviviría, pero la amputación fue tan limpia que su vida nunca estuvo realmente en peligro.
Contra todo pronóstico, se recuperó en pocas semanas. No solo vivió para contarlo, sino que se convirtió en una celebridad local. Las tabernas vendían ilustraciones de “el hombre que sobrevivió a un molino asesino”.
¿Lo mejor? En noviembre del mismo año, fue presentado ante la Royal Society como una especie de “curiosidad científica”. Y sí, llevaron también su brazo amputado, conservado en alcohol, para que los expertos lo examinaran. Porque claro, nada dice “ciencia del siglo XVIII” como llevar tu extremidad a una reunión formal.

Cuando el mal aliento se volvió… explosivo
Tener halitosis (sí, mal aliento) puede ser incómodo, pero por lo general no es algo que te haga explotar. Excepto, claro, si vivías en Glasgow en 1886.
Un hombre, cuyo nombre se perdió entre el humo (literalmente), llevaba un mes sufriendo de un aliento desagradable. Una noche, se despertó, encendió un fósforo para ver la hora… y al soplarlo, su aliento se prendió fuego. Hubo una explosión, su esposa despertó aterrada y lo encontró escupiendo fuego como un dragón con acidez.
El médico no sabía ni por dónde empezar. Pero pronto apareció otro caso igual de insólito: el doctor James McNaught, también escocés, trató a un paciente que eructaba con tanta combustibilidad que tuvo que dejar de fumar por miedo a prenderse fuego.
Intrigado, McNaught introdujo un tubo en su estómago y descubrió el origen: una obstrucción intestinal causaba fermentación en el estómago, lo que generaba grandes cantidades de metano inflamable.
Y como si esto no fuera ya surrealista, en los años 30 se reportó otro paciente con el mismo problemita gaseoso. Mientras jugaba una partida de bridge, intentó encender un cigarro justo cuando sintió que venía un eructo. Quiso disimular y lo sacó por la nariz. Resultado: dos llamas salieron de sus fosas nasales. Los compañeros de mesa quedaron “electrificados”, según una revista médica.
Así que sí, el mal aliento inflamable fue una cosa real. Inofensivo, en teoría… pero no lo intentes con un encendedor cerca.

Generosidad sin frenos… y una sobredosis salada
En Brasil, un hombre de 49 años sobrevivió a un accidente cerebrovascular, pero su historia no terminó en el hospital. De hecho, ahí fue cuando se volvió realmente extraña. Tras el episodio, su personalidad dio un giro total: desarrolló lo que los médicos llamaron «generosidad patológica». ¿El resultado? Regalaba dinero a desconocidos como si fueran viejos amigos y compraba dulces para todos los niños que se cruzaban en su camino. Su esposa, entre asombrada y desesperada, confesó que nunca más pudo controlar sus finanzas. El caso fue tan peculiar que fue publicado en la revista Neurocase. Porque sí, ser demasiado bueno también puede ser un problema clínico.
Ahora bien, si hablamos de decisiones cuestionables, la historia de un joven de Virginia se lleva el trofeo. Con solo 19 años, aceptó un reto entre amigos: beberse un litro entero de salsa de soja. Spoiler: no salió bien. A los pocos minutos comenzó a convulsionar y fue trasladado de urgencia al hospital, donde estuvo en coma tres días. ¿El diagnóstico? Intoxicación por sodio. Y es que solo un cuarto de litro de esa salsa puede tener hasta 150 gramos de sal. Los médicos necesitaron cinco horas y casi 6 litros de agua con azúcar para estabilizarlo. El caso se publicó en la Revista de Medicina de Emergencia como advertencia oficial para todos los fans de los desafíos extremos.
Moraleja: ni regalar todo lo que tienes, ni tragarte lo imposible. El equilibrio, amigos. El equilibrio.
