¿Por qué sentimos miedo?
El corazón acelerado, el estómago encogido y los pelos de punta son señales inconfundibles de que el miedo ha tomado el control. Esta emoción nos sacude de forma automática, haciéndonos gritar, tensar los músculos o incluso soltar un manotazo involuntario si alguien está demasiado cerca.
Tal como explicaba la película de Pixar Del revés, el miedo es una emoción clave para la supervivencia. Su función es mantenernos fuera de peligro, activando una respuesta instintiva ante posibles amenazas. Para ello, el cerebro desencadena reacciones automáticas, como la liberación de adrenalina, que nos preparan para huir o defendernos en cuestión de segundos.
La ciencia ha estudiado ampliamente este fenómeno para entender cómo nos afecta el miedo y por qué responde de manera tan intensa. Entre las principales conclusiones, se ha descubierto que el sistema nervioso simpático es el encargado de activar estas reacciones, aumentando el ritmo cardíaco, dilatando las pupilas y desviando el flujo sanguíneo a los músculos, preparándonos para reaccionar rápidamente.
En definitiva, el miedo no solo nos paraliza, sino que es un mecanismo de defensa esencial. Gracias a él, nuestros antepasados evitaban depredadores y nosotros, hoy en día, podemos esquivar situaciones de riesgo casi sin pensarlo. Así que, aunque a veces nos haga pasar un mal rato, podemos agradecerle por mantenernos a salvo.

1. Pelea o huye
La famosa «reacción de lucha o huida» es la respuesta fisiológica que experimentamos cuando sentimos miedo. Plantar cara o salir corriendo son las dos opciones que se nos presentan al percibir una amenaza que pone en peligro nuestra supervivencia.
Este mecanismo se activa en el cerebro reptiliano, la parte del cerebro encargada de regular funciones vitales como respirar o comer, y en el sistema límbico, que se ocupa de las emociones y de las respuestas de conservación. En el centro de este proceso se encuentra la amígdala, que continuamente analiza la información recibida a través de los sentidos. Cuando detecta peligro, desencadena la sensación de miedo y ansiedad.
A partir de ahí, la amígdala activa el hipotálamo y la glándula pituitaria, que secretan hormona adrenocorticotrópica. En paralelo, la glándula adrenal se pone en marcha, liberando epinefrina (adrenalina), un neurotransmisor que prepara el cuerpo para la acción. Ambas sustancias químicas incrementan la producción de cortisol, la hormona que aumenta la presión sanguínea, eleva los niveles de azúcar en sangre y suprime el sistema inmunitario.
Este conjunto de reacciones tiene como fin maximizar nuestra energía en caso de tener que enfrentar o huir de la amenaza de inmediato. Todo un sistema de «supervivencia» activado al instante.

2. ¿Qué le pasa a tu cuerpo cuando te asustas?
Cuando te asustas, tu cerebro genera hormonas con el objetivo de preparar tu cuerpo para una posible acción física violenta, ya sea para huir o enfrentarte a la amenaza. Esto es lo que ocurre en tu cuerpo como respuesta:
Aceleración de la función pulmonar y cardiaca: Tus pulmones y corazón trabajan más rápido para llevar oxígeno a todos los músculos, dándote la energía necesaria para reaccionar rápidamente.
Contracción de los vasos sanguíneos: El flujo sanguíneo se concentra en partes clave del cuerpo, lo que puede hacer que tu piel se ponga pálida o roja y, en algunos casos, alternes entre ambos estados.
Inhibición de la función estomacal e intestinal: La digestión se ralentiza o incluso se detiene, ya que el cuerpo prioriza la acción muscular sobre la digestión.
Afectación de los esfínteres: Esto puede provocar pérdida de control en algunos casos, y la vejiga se relaja, lo que empeora la situación. En cambio, la respuesta sexual se inhibe.
Reducción de la producción de saliva y lágrimas: Las glándulas lagrimales y las que producen saliva se ven afectadas, por lo que tu boca se seca y rara vez lloras durante un susto fuerte.
Dilatación de las pupilas y visión en túnel: Tus pupilas se dilatan, lo que mejora tu visión en condiciones de poca luz, pero también reduce la visión periférica, haciendo que te concentres solo en la fuente de miedo. Además, la audición disminuye, haciendo que, en momentos de miedo extremo, solo escuches lo que te asusta.
Todo esto forma parte de la respuesta de «lucha o huida» de tu cuerpo, diseñada para maximizar tus posibilidades de supervivencia en situaciones extremas.

3. ¿Por qué hace todo eso?
Todos estos cambios fisiológicos tienen cuatro objetivos concretos y esenciales cuando nos enfrentamos a una amenaza:
Aumentar el flujo sanguíneo hacia los músculos: Esto permite que los músculos reciban más oxígeno y nutrientes para reaccionar rápidamente. Por eso, el cuerpo prioriza funciones vitales frente a otras menos urgentes.
Proporcionar una energía extra: El aumento de presión sanguínea, ritmo cardiaco y azúcar en sangre ofrece un «subidón» de energía que nos prepara para la acción física inmediata.
Prevenir una pérdida de sangre excesiva: Si resultamos heridos, la coagulación se acelera para evitar hemorragias peligrosas.
Maximizar la fuerza y velocidad: Se aumenta la tensión muscular para mejorar la capacidad de moverse rápidamente y con fuerza, lo que es clave para huir o luchar con eficacia.
4. Miedo y evolución
El miedo no solo es una ventaja evolutiva, sino que también es fundamental para evaluar amenazas y tomar decisiones rápidas que pueden asegurar la supervivencia, no solo del individuo, sino también de su descendencia.
Sin embargo, algunas teorías sugieren que incluso disfrutar del miedo tiene una lógica evolutiva. Ser capaz de enfrentar el riesgo e incluso disfrutarlo puede abrir a un individuo nuevas oportunidades. Al enfrentarse a desafíos y explorar territorios desconocidos, se puede acceder a mejores recursos, como alimentos, territorios o materias primas.
Claro que, si el gusto por el riesgo se vuelve excesivo, puede convertirse en una desventaja evolutiva, ya que aumenta el riesgo de muerte prematura, lo que puede llevar a la extinción de los genes de esa persona.

5. ¿Por qué nos gusta pasar miedo?
Es una de esas preguntas que nos deja pensando: si el miedo está asociado al dolor, el estrés, el pánico y la ansiedad, ¿por qué hay personas que disfrutan de sentir miedo? Sin esas personas, no existirían las casas del terror en los parques de atracciones ni el popular género de películas de terror.
Según un estudio, el tipo de miedo que experimentamos al ver una película de terror no es el mismo que el miedo relacionado con la supervivencia. Al escanear el cerebro de los voluntarios mientras veían estos filmes, los investigadores descubrieron que las áreas del cerebro que se activaban eran diferentes. En lugar de la amígdala, que se activa en situaciones de miedo real, se activaron otras áreas como el córtex visual (responsable de procesar la información visual), el córtex insular (donde reside nuestra conciencia) y el córtex prefrontal, asociado a la atención y la resolución de problemas.
Además, cuando sentimos miedo, emoción o placer, nuestro cerebro libera las mismas sustancias químicas: adrenalina, dopamina y endorfinas. Lo que cambia es el contexto. Si estamos experimentando miedo mientras estamos cómodamente sentados en nuestro sofá o en una butaca de cine, el contexto no es realmente amenazante. La experiencia, entonces, resulta emocionante y, en lugar de causar daño, nos produce placer.

6. Los miedos adquiridos
La mayoría de nuestros miedos provienen de experiencias propias o ajenas: las arañas, la oscuridad, los payasos, los perros, la muerte… son cosas que aprendemos a temer, ya sea porque nos han mordido literalmente o figuradamente. Sin embargo, algunos miedos están más arraigados que otros.
Un estudio realizado por la Universidad de Virginia descubrió algo interesante: cuando se pedía a adultos que identificaran serpientes en una serie de fotos, lo hacían mucho más rápido que cuando se les pedía lo mismo con flores. Este hallazgo no fue sorprendente, ya que a lo largo de la vida aprendemos a tener un respeto muy marcado hacia estos animales. Lo realmente sorprendente fue que, al repetir el mismo experimento con niños pequeños, ¡el fenómeno se repetía!
Los investigadores llegaron a la conclusión de que existe un sesgo evolutivo en la detección de amenazas. Es decir, a lo largo de los siglos, hemos aprendido a identificar ciertos peligros de manera instintiva, y hemos transmitido esa capacidad a través de las generaciones.
