A las 8:16 de la mañana, hora japonesa, un bombardero estadounidense B-29, conocido como “Enola Gay”, lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica utilizada en combate. El impacto fue inmediato y devastador: unas 80.000 personas murieron al instante, y otras 35.000 resultaron heridas. Pero la tragedia no terminó ahí. En los meses siguientes, alrededor de 60.000 personas más fallecieron debido a los efectos de la radiación y las secuelas del ataque.
Este evento marcó un antes y un después en la historia moderna. Fue la primera vez que la humanidad usó un arma nuclear en un conflicto armado, y los resultados fueron escalofriantes. Las imágenes de destrucción y los testimonios de los sobrevivientes siguen estremeciendo hasta hoy.
Muchos historiadores y analistas han debatido las implicancias morales del bombardeo. Para algunos, fue una medida extrema para acelerar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Para otros, se trató de un acto de violencia desproporcionada, incluso comparado con un atentado masivo ejecutado en nombre de la democracia.
Lo cierto es que el ataque a Hiroshima, seguido días después por el bombardeo en Nagasaki, dejó claro el poder destructivo de las armas nucleares. Y, desde entonces, la amenaza atómica se convirtió en una sombra permanente sobre la política internacional.
Hoy, Hiroshima no solo es símbolo de una tragedia, sino también de memoria, resiliencia y un llamado urgente a la paz.

En agosto de 1939, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt dio inicio al famoso Proyecto Manhattan, un ambicioso programa de investigación y desarrollo que, con apenas seis mil dólares de capital inicial, se convertiría en la base para crear las primeras armas nucleares. Este proyecto tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial y reunió a varios científicos destacados de la época.
Entre los genios que formaron parte de este grupo estaban nombres como Leo Szilard, Eugene Paul Wigner y el mismísimo Albert Einstein. Todos ellos trabajaron para comprender y controlar una fuerza desconocida y tremendamente destructiva.
El 2 de diciembre de 1942, el físico italiano Enrico Fermi logró un avance crucial al dividir un átomo de uranio y liberar neutrones, que a su vez podían dividir más átomos. Así nació la famosa reacción en cadena, un proceso esencial para el desarrollo de la bomba atómica.
Pero, ¿qué motivó a estos científicos y al gobierno estadounidense a investigar este tipo de armas? La respuesta está en una carta que Roosevelt recibió en agosto de 1939, en la que se alertaba sobre el desarrollo de una bomba de poder inimaginable. El peligro era que Adolf Hitler y la Alemania nazi pudieran conseguirla primero.
Por eso, con la urgencia de adelantarse a esa amenaza, se inició el Proyecto Manhattan. De allí surgió una carrera científica y militar que cambió para siempre el curso de la historia y la forma de hacer la guerra.

Sin embargo, en 1944, los servicios de inteligencia de Estados Unidos obtuvieron una información crucial: los físicos alemanes de Hitler no estaban construyendo la bomba atómica. Esta noticia se filtró en Los Álamos, el centro secreto donde se desarrollaba el Proyecto Manhattan. A partir de ese momento, surgieron fuertes debates entre los científicos sobre si era necesario continuar con el proyecto, dado que la amenaza parecía menos urgente.
Pero el poder político no hizo caso a estas dudas y ordenó seguir adelante con el desarrollo. La maquinaria ya estaba en marcha y no había vuelta atrás.
Para la misión de lanzar la bomba, se creó la unidad militar 509, bajo el mando del piloto Paul Tibbets. Él reclutó a los mejores hombres de las fuerzas armadas estadounidenses para formar esta élite. Ellos serían los encargados de una tarea que cambiaría la historia para siempre.
El Proyecto Manhattan era tan secreto que muy pocas personas conocían su existencia. Sorprendentemente, Harry S. Truman, que era vicepresidente de Roosevelt, no sabía nada al respecto. Tras la muerte de Roosevelt en 1945, causada por una hemorragia cerebral masiva, Truman asumió la presidencia y sólo entonces fue informado sobre Los Álamos y la producción de la bomba atómica.
Este nivel de secreto muestra cuán delicado y estratégico fue todo el proceso, un verdadero misterio guardado con llave hasta el momento decisivo.

Con Alemania ya derrotada y Japón debilitado, varios científicos y militares involucrados en el Proyecto Manhattan expresaron su reticencia al uso de la bomba atómica debido a su enorme poder destructivo. Ellos habían trabajado en contra de Hitler, y con la amenaza nazi desaparecida, se propuso un plan alternativo: convocar a científicos japoneses y observadores imparciales para hacer una demostración de la bomba en un lugar despoblado. La idea era que esa exhibición persuadiera a Japón para rendirse sin necesidad de usar la bomba en una ciudad. Sin embargo, esta propuesta no tuvo aceptación.
A pesar de ello, la prueba se llevó a cabo el 16 de julio de 1945, en Alamogordo, Nuevo México. El estruendo fue tan impactante que dejó atónitos a todos. El característico hongo de fuego y tierra se elevó hacia el cielo, un espectáculo nunca antes visto. Algunos incluso creyeron que la bomba había perforado la corteza terrestre.
Poco después, el presidente Harry S. Truman lanzó la Declaración de Potsdam el 26 de julio de 1945, instando al pueblo japonés a rendirse. Advertía que, si no lo hacían, enfrentarían una destrucción devastadora.
Pero Japón se negó a rendirse.
Este momento marcó el preludio de una de las decisiones más polémicas y trascendentales de la historia moderna, con consecuencias que aún se debaten hoy en día.

La bomba atómica fue embarcada en el crucero de guerra Indianápolis con destino a Tinian, la base estadounidense más importante en el Pacífico. Allí, el artefacto sería cargado en el bombardero B-29, pilotado por Paul Tibbets, quien había bautizado su avión como “Enola Gay”, en honor a su madre.
Hasta el último momento no se decidió con certeza sobre qué ciudad lanzaría el Enola Gay su carga mortal. Las opciones eran cuatro: Kokura, Hiroshima, Niigata y Kyoto. Inicialmente, Kyoto era la favorita, pero había un requisito indispensable para las ciudades candidatas: no haber sufrido bombardeos previos. Esto buscaba dejar claro el poder destructivo de la bomba sin interferencias.
Como Hiroshima no había sido atacada durante la guerra, lamentablemente fue seleccionada como objetivo principal.
En la madrugada del 6 de agosto de 1945, un avión sobrevoló el cielo de Hiroshima. Se activó la alarma antiaérea, como había ocurrido muchas noches en el último mes, pero nadie le dio mucha importancia. Era un B-san —como los japoneses llamaban a los B-29— y solo uno.
Pero ese B-29 no era uno cualquiera. Se trataba del Straight Flush, comandado por Claude Eatherly, miembro de la unidad 509, la encargada de lanzar la bomba.
Así comenzaba la última y más devastadora etapa de esta historia que marcaría para siempre el destino de Hiroshima y del mundo.

Claude Eatherly tenía la misión de volar la ruta que, una hora más tarde, recorrería el Enola Gay, para verificar las condiciones meteorológicas. Mientras tanto, el Enola Gay avanzaba con tranquilidad confiada, llevando a bordo a “Little Boy”, el nombre con el que apodaron a la bomba atómica que estaba a punto de cambiar la historia.
Eran las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, el momento exacto que marcó un antes y un después para el mundo. En solo nueve segundos, la bomba causó la muerte instantánea de más de ochenta mil personas. En total, se calcula que murieron más de cien mil personas ese día.
El 70% de las viviendas quedó absolutamente destruido, y aproximadamente sesenta mil personas resultaron gravemente heridas. La mayoría falleció en los días y meses siguientes debido a los efectos devastadores de la explosión y la radiación.
Nada sobrevivió a un kilómetro y medio a la redonda del epicentro. Ni siquiera restos materiales quedaron: todo se evaporó en polvo radiactivo. La fuerza de la onda expansiva dejó una imagen grabada en el pavimento agrietado, como un estremecedor recordatorio.
Pero lo peor estaba por venir. La radiación comenzó a afectar a los hibakusha, término japonés para referirse a las personas afectadas por la explosión, evitando llamarse “sobrevivientes”. Así empezó un sufrimiento silencioso y prolongado que marcaría a generaciones enteras.
