En una famosa carta a Rabindranath Tagore, Albert Einstein soltó una bomba filosófica que todavía da que hablar: afirmó que si la Luna tuviera autoconciencia, estaría convencida de que orbita libremente alrededor de la Tierra. Y remató diciendo que un ser dotado de inteligencia perfecta se reiría de nuestra ilusión del libre albedrío. Aunque nos duela, Einstein creía que nuestro cerebro funciona igual que la naturaleza inorgánica, totalmente sumergido en las leyes de la causalidad.
En el verano de 1930, ambos genios cruzaron ideas cara a cara. Mientras Tagore, con su toque místico, buscaba espacio para la libertad humana en el universo, Einstein defendía a capa y espada que todo, hasta el más mínimo detalle, obedece un orden. Tagore veía en el principio de incertidumbre de Heisenberg una puerta al azar y a la renovación de la existencia, pero Einstein, con su serenidad de científico, sostenía que el orden persiste, aunque a veces no lo percibamos en los niveles más pequeños.
Tagore no se daba por vencido. Argumentaba que en la música india, el compositor crea una estructura, pero el intérprete disfruta de cierta libertad para personalizarla. Einstein sonrió (seguramente con esa expresión sabia suya) y admitió que, aunque todo esté regido por la causalidad, es bueno que no podamos verla. Así, quizás, podamos seguir creyendo que somos más que simples piezas en el gran mecanismo del universo.

Las diferencias entre Tagore y Einstein simbolizan dos grandes formas de abordar el eterno dilema de la libertad. Tagore, como muchos pensadores religiosos, intentó aprovechar el supuesto resquicio abierto por los físicos, especialmente el principio de incertidumbre, para «colar» la idea de una indeterminación en la naturaleza. A muchos les pareció que los electrones escapaban de la cadena de causas y efectos, otorgándoles una especie de “libertad cuántica”.
Einstein, por su parte, ha dejado huella en quienes sostienen que el libre albedrío es solo una ilusión. Según esta visión, el cerebro humano está atravesado por cadenas causales empíricamente comprobables que conectan pensamientos y acciones. La noción de que nuestra conciencia actúa libremente para decidir nuestras acciones sería, en realidad, un espejismo.
Esta idea fue reforzada por Daniel Wegner, de la Universidad de Harvard, quien en su obra The illusion of conscious will (2002) explicó que la sensación de tener voluntad es solo una construcción cerebral. Wegner comparó esta creencia con el antiguo error de pensar que el Sol giraba alrededor de la Tierra, apoyado entonces por concepciones religiosas que colocaban a nuestro planeta en el centro del universo.
Así, la idea del libre albedrío como un agente causal sería otro truco más de la mente. Y aunque pueda dolernos admitirlo, es posible que nuestra amada sensación de ser los dueños de nuestro destino no sea más que otra historia bonita que nos contamos para sentirnos especiales.

El Experimento de Libet revolucionó en 1983 la forma en que entendemos el libre albedrío. Con el tiempo, la polémica no ha hecho más que crecer.
La propuesta de Benjamin Libet era tan simple como perturbadora. El experimento combinaba tres elementos: una elección, una medición de la actividad cerebral y un reloj. A los participantes se les pedía que dejaran surgir, sin planearlo, el impulso de realizar un pequeño movimiento, como flexionar una muñeca. El momento exacto en que hacían el movimiento quedaba registrado mediante la activación muscular.
Para medir la actividad cerebral, se colocaban electrodos en el cuero cabelludo. Especialmente sobre la corteza motora, donde aparece una señal eléctrica distinta justo antes de planificar y ejecutar cualquier movimiento. Esta señal, conocida como potencial de preparación (readiness potential), se detectaba antes de que los participantes fueran conscientes de su decisión de moverse.
Aquí viene el dato explosivo: Libet descubrió que la actividad cerebral que precedía al movimiento comenzaba casi medio segundo antes de que el participante reportara haber decidido moverse. O sea, el cerebro había empezado a actuar antes de que la conciencia lo supiera.
Este hallazgo sacudió los cimientos de la idea tradicional del libre albedrío, sugiriendo que nuestras acciones podrían estar predeterminadas y que la conciencia solo justifica decisiones ya tomadas. ¿Estamos realmente eligiendo o solo racionalizando lo que nuestro cerebro decidió antes? La ciencia todavía no cierra este debate, pero el experimento de Libet sigue dando mucho de qué hablar.

El reloj especial utilizado en el experimento de Libet fue clave para medir con precisión los tiempos de decisión. Consistía en un solo punto que giraba alrededor de una circunferencia cada 2,56 segundos, permitiendo a los participantes percibir y reportar cambios de menos de un segundo. Así, indicar la posición del punto equivalía a reportar el momento exacto en que sentían haber tomado la decisión de moverse.
Con este diseño, Libet introdujo una medición extra fundamental: pidió a los participantes que señalaran el instante en que surgía en su mente el impulso de moverse. No solo registraba el movimiento físico, sino también el momento subjetivo en que nacía la intención.
Desde hacía décadas, los fisiólogos sabían que antes de ejecutar un movimiento voluntario, se produce un potencial de preparación en el cerebro: una variación en las señales eléctricas que anticipa la acción. Libet confirmó este fenómeno en su experimento. Utilizando electrodos colocados sobre la corteza motora, pudo registrar cambios eléctricos que surgían una fracción de segundo antes de que el participante fuera consciente de su decisión.
El hallazgo fue impactante: el cerebro ya estaba «preparándose» para actuar antes de que la persona se sintiera dueña de su acción. Este desfase temporal entre la actividad neuronal y la consciencia de decidir alimentó intensamente la discusión sobre si nuestro libre albedrío es genuino o simplemente una construcción ilusoria. Un tema que sigue generando debates encendidos hasta hoy.

Sin embargo, el resultado realmente explosivo del experimento de Libet surgió cuando los participantes reportaron el momento de su decisión. Sorprendentemente, esto ocurrió entre el cambio eléctrico en el cerebro y el movimiento real. En otras palabras, la sensación de decidir no era un reporte preciso de la causa del movimiento.
Los registros de los electrodos mostraron que, en cierto sentido, la decisión ya había sido tomada antes de que los participantes fueran conscientes de ejecutarla. La actividad cerebral cambiaba antes de que apareciera la experiencia subjetiva de tomar una decisión. Este desfase temporal sacudió los cimientos de las creencias sobre el libre albedrío.
Según los resultados, la sensación de decidir podría ser una completa ilusión. Quizá nuestro cerebro toma las decisiones en un nivel inconsciente y solo después «nos informa» de ellas, dándonos la sensación de haber decidido libremente. O tal vez simplemente la experiencia consciente de decidir está retrasada respecto al verdadero momento en que la decisión es realizada.
Este hallazgo abrió un debate profundo: si nuestro cerebro inicia las acciones antes de que seamos conscientes de ellas, ¿realmente somos libres? ¿O somos simples observadores de decisiones que ya se han tomado en nuestro interior? El experimento de Libet no ofreció una respuesta definitiva, pero dejó sembrada la duda y motivó incontables investigaciones posteriores en el campo de la neurociencia y la filosofía de la mente.
Y sí, también generó unos cuantos dolores de cabeza existenciales. 🎩🌀

En el futuro, quizá tengamos que aceptar que nuestra impresión subjetiva de ser libres es una ilusión. Nada nuevo, en realidad. El filósofo inglés David Hume ya decía: “La voluntad no es otra cosa que la impresión interna que sentimos cuando damos lugar a un nuevo movimiento de nuestro cuerpo o mente”. Es decir, la voluntad no sería un motor real, sino simplemente la sensación consciente de un impulso interno.
Más tajante fue Baruch Spinoza, quien en su Ética sentenció: “Los hombres se equivocan si se creen libres; su opinión nace de la consciencia de sus acciones y de la ignorancia de las causas que las determinan”.
El zoólogo Thomas Henry Huxley también golpeó el mito: “La volición no es la causa del acto voluntario, sino el símbolo de la consciencia de aquel estado cerebral que causa el acto”. Más claro, imposible.
Incluso Marvin Minsky, pionero de la inteligencia artificial, decía: “Preferimos atribuir nuestras elecciones a la voluntad… Quizá sería más honesto decir: mi decisión estuvo determinada por fuerzas internas que no comprendo”.
El experimento de Libet sigue alimentando esta conversación. Cada año se publican nuevas investigaciones sobre la neurociencia del libre albedrío. Hay críticas, refutaciones y un intenso debate sobre su relevancia para nuestras elecciones diarias.
Incluso los defensores de Libet admiten que el contexto experimental puede ser demasiado artificial como modelo de decisiones reales. Sin embargo, su experimento básico sigue inspirando preguntas cruciales sobre el verdadero origen de nuestra libertad.
