Sócrates fue un influyente filósofo de la antigua Grecia, nacido en Atenas hacia el año 470 a.C., en plena época clásica. De hecho, ese período es conocido como “socrático” en su honor. A diferencia de los filósofos presocráticos, más enfocados en entender cómo funcionaba el universo, Sócrates dirigió su atención a una pregunta mucho más incómoda: ¿cómo deberíamos vivir? Por eso se lo considera el padre de la Ética y de la filosofía occidental.
Entre sus discípulos más famosos estuvo Platón, quien a su vez enseñó a Aristóteles, el futuro tutor de Alejandro Magno. Gracias a esta cadena de grandes pensadores, el pensamiento socrático terminaría viajando por todo el mundo junto a las conquistas del imperio macedonio.
Curiosamente, de Sócrates se conocen pocos datos con certeza. Sabemos que era hijo de una comadrona llamada Faenarete y de un escultor llamado Sofronisco, vinculado a Arístides el Justo. Se cree que en su juventud siguió el oficio paterno, y que estudió con pensadores como Anaxágoras, Parménides o Zenón de Elea, así como las ideas de los pitagóricos.
Aunque no fue político, cumplió como ciudadano ejemplar. Participó como soldado hoplita en importantes batallas de las Guerras del Peloponeso, como Samos, Potidea, Delio y Anfípolis, donde demostró coraje, temple y resistencia.
También fue mentor y amigo de Alcibíades, un personaje igual de brillante que problemático, tanto en la guerra como en la política. Eso sí, la vida de Sócrates apenas estaba comenzando a ser legendaria…

Se cree que Sócrates se casó ya entrado en años con Jantipa, con quien tuvo tres hijos: dos hijas y un varón. La tradición, no muy amable con ella, la retrata como una mujer gruñona y de mal genio, eternamente harta de las aventuras filosóficas de su marido. Claro, imagina estar casada con alguien que se pasaba el día cuestionando todo… hasta por qué desayunaste pan en vez de aceitunas.
En cuanto a su aspecto físico, no era precisamente el galán de la época. Las descripciones coinciden: bajo, algo regordete, con ojos saltones, labios gruesos y, digamos, poco preocupado por su arreglo personal. O sea, si existiera un “influencer del desaliño”, Sócrates habría sido el pionero.
Gran parte de lo que sabemos sobre él viene de tres autores contemporáneos: el historiador Jenofonte, el cómico Aristófanes y su famoso discípulo, Platón. Jenofonte lo pinta como un sabio obsesionado con unir virtud y conocimiento, aunque reconoce en él ciertos toques de vulgaridad. Aristófanes, por su parte, no fue tan amable: en su obra Las Nubes lo ridiculiza como un charlatán sofista, un “vendehumo” del pensamiento.
Platón, sin embargo, es quien nos dejó la versión más profunda —y quizás idealizada— de Sócrates. En sus Diálogos, el filósofo aparece como el héroe del pensamiento crítico, siempre interrogando, siempre buscando la verdad, incluso a costa de su vida.
Tres versiones distintas… y un mismo personaje que cambió la historia del pensamiento.

Durante buena parte de su vida, Sócrates se dedicó a lo que hoy llamaríamos «pasear y provocar reflexiones». Lo suyo no era tener un aula ni escribir tratados: prefería deambular por plazas, mercados y gimnasios de Atenas, donde abordaba a jóvenes aristócratas o a trabajadores comunes —campesinos, artesanos, comerciantes— para charlar. O más bien, interrogar.
Este estilo tan peculiar respondía a su método de enseñanza: la mayéutica, término que viene del oficio de comadrona que ejercía su madre. Sócrates decía que así como ella ayudaba a parir bebés, él ayudaba a parir ideas. No enseñaba verdades, las hacía brotar del alma de su interlocutor.
¿La técnica? El diálogo socrático: Sócrates iniciaba alabando la sabiduría del otro y se presentaba como alguien completamente ignorante —lo que llamamos ironía socrática—. Luego lanzaba una pregunta aparentemente simple, como: “¿Qué es la virtud?”. El otro respondía confiado, y ahí comenzaba el festival de preguntas. Con paciencia (y algo de picardía), Sócrates desmontaba cada argumento con contraejemplos, hasta que el interlocutor quedaba confundido, dudando de todo lo que creía saber.
¿Cruel? Quizá un poco. ¿Efectivo? Sin duda. Para Sócrates, reconocer la ignorancia era el primer paso hacia el conocimiento verdadero. Lo importante no era tener razón, sino aprender a pensar.
Gracias a este método, no solo dejó huella en sus discípulos, sino que puso las bases de la filosofía crítica occidental. Y lo hizo… sin escribir ni una sola línea.

Tal como decía Sócrates, no se puede enseñar nada a quien ya cree saberlo. El verdadero conocimiento empieza cuando uno admite que no sabe nada. Reconocer la ignorancia no es un fracaso, sino el primer paso hacia la sabiduría. Solo entonces podía comenzar la mayéutica, ese arte de “alumbrar” ideas por medio del diálogo. Con preguntas sutiles, razonamientos lógicos y mucho aguante, Sócrates guiaba a sus interlocutores hasta que ellos mismos encontraban la respuesta verdadera. O al menos, una menos equivocada que la anterior.
Este método marcó un giro decisivo en la filosofía. Mientras otros se preocupaban por los elementos del universo —agua, fuego, aire…— Sócrates puso el foco en el ser humano. Nació así el periodo antropológico de la filosofía griega: más que saber cómo funciona el cosmos, lo que interesaba ahora era saber cómo debemos vivir.
En el centro de su enseñanza estaba la ética. Para Sócrates, nadie actúa mal a propósito. Si alguien miente o hace daño, es por ignorancia: no entiende el bien. El que sabe lo que es bueno, actúa en consecuencia. Por eso, conocer el bien es la clave de una vida justa.
El objetivo de toda persona es ser feliz, y la única forma de lograrlo es actuando con virtud. ¿La virtud principal? La sabiduría. Quien la tiene, las tiene todas. Porque el sabio no necesita engañar: sabe que la honestidad rinde mejores frutos que cualquier mentira disfrazada de oportunidad.

El problema del ignorante es que no sabe que lo es. Si comprendiera que el engaño es dañino, cultivaría la honestidad sin dudarlo. Para Sócrates, quien conoce el bien, lo practica; por tanto, el sabio es necesariamente virtuoso, y el ignorante, por desconocer el bien, obra mal. De esta idea se desprende una conclusión revolucionaria para su época: la virtud puede aprenderse. No se nace siendo virtuoso, sino que se alcanza mediante el entendimiento. Aprendiendo a discernir el bien, se accede a la sabiduría, y con ella, a una vida moralmente correcta.
Pero no todos en Atenas estaban encantados con su forma de pensar. Sócrates se ganó enemigos poderosos, especialmente tras el desastre de las guerras del Peloponeso. Su cercanía con figuras polémicas como Alcibíades o Critias encendió las alarmas. Oficialmente lo acusaron de impiedad y de “corromper a la juventud”. Fue condenado a muerte tras defenderse con lógica aplastante y dejar en evidencia la debilidad de los cargos.
Según Platón, Sócrates pudo huir gracias a sus amigos. Pero eligió obedecer la ley, aunque fuera injusta. ¿Su razonamiento? La ley puede errar, pero el caos de no tener leyes sería peor. Murió bebiendo cicuta con una serenidad admirable. Su grandeza quedó inmortalizada en el Fedón, donde se describe su muerte como la de un sabio fiel a sus ideas hasta el final.

Las enseñanzas de Sócrates siguen vivas en la sociedad actual, especialmente en el ámbito de la educación. Fue un pionero en promover un aprendizaje activo y participativo, donde el estudiante no solo recibe información, sino que reflexiona y construye su propio conocimiento. Sócrates creía que aprender no consistía en memorizar datos, sino en alcanzar una comprensión profunda mediante el diálogo. Fue también quien distinguió lo concreto de lo abstracto, y defendió que las artes y ciencias son herramientas para alcanzar la sabiduría, pero que el verdadero camino es la dialéctica: el arte de preguntar, debatir y descubrir la verdad en conjunto.
Su legado no solo se percibe en métodos pedagógicos, sino también en sus frases célebres, que han trascendido generaciones:
– “Yo solo sé que no sé nada”
– “Solo hay un bien: el conocimiento. Solo hay un mal: la ignorancia”
– “Habla para que yo te conozca”
– “Solo es útil el conocimiento que nos hace mejores”
– “Yo soy un ciudadano, no de Atenas o Grecia, sino del mundo”
Incluso dejó espacio para el humor con frases como: “La mejor salsa es el hambre” o su crítica a la juventud: “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos…”.
Estas ideas resumen la filosofía socrática: buscar la verdad, reconocer la ignorancia, y mejorar como personas a través del conocimiento.
