Desde tiempos remotos, hemos sido gobernados por reyes con poder absoluto… y con algunas ideas bastante desordenadas. A veces, más que liderar imperios, parecían protagonizar telenovelas medievales. Hoy te contamos una de esas historias que mezcla amor, locura y un cadáver que se negaba a descansar en paz.
Juana I de Castilla, también conocida como Juana la Loca, fue hija de los Reyes Católicos y madre del emperador Carlos I. Pero su fama no se debe tanto a su linaje como a su apasionado —y perturbador— amor por su esposo, Felipe el Hermoso. Juana lo amó con tanta intensidad que, cuando él murió, simplemente se negó a dejarlo ir.
¿Duelo eterno? Algo así. Juana impidió que lo enterraran y cargaba con su ataúd de un lado a otro, convencida de que aún estaba con vida. Les decía a sus sirvientes que solo dormía y exigía que lo trataran con respeto. “En cualquier momento va a despertar”, aseguraba.
Por si fuera poco, prohibía que mujeres se acercaran al cuerpo, porque según ella, hasta muerto, Felipe seguía siendo un galán irresistible. Juana incluso dormía junto al cadáver, aferrada a una fantasía que parecía sacada de una leyenda gótica.
Hoy se la recuerda no solo por su triste historia, sino también por mostrarnos lo finita que es la línea entre el amor profundo y la obsesión desbordada. Porque sí, querer mucho está bien… pero cargar con el difunto por media Castilla, quizá no tanto.

Felipe V de España, el primer Borbón que se sentó en el trono español, no solo pasó a la historia por sus políticas… también por sus episodios bastante peculiares. Su melancolía crónica se fue transformando poco a poco en una locura digna de novela oscura.
Todo explotó un día de octubre de 1717, cuando Felipe, mientras montaba a caballo, creyó que el sol lo atacaba y que la muerte lo seguía de cerca. Desde entonces, su comportamiento fue escalando a niveles insospechados. Se negaba a cortarse el pelo y las uñas, convencido de que eso empeoraría sus males. Las uñas de los pies le crecieron tanto que ya ni podía caminar.
Pero lo más inquietante fue su obsesión con la idea de estar muerto. Le preguntaba a sus sirvientes por qué no lo habían enterrado, y se tocaba el cuerpo asegurando que le faltaban los brazos y las piernas. Imagínate el nivel de delirio.
Como si eso no fuera suficiente, creyó durante un año entero que sus camisas estaban envenenadas. ¿La solución? No cambiarse la ropa en doce meses. Tampoco ayudó su creencia de que tanto su ropa como la de su esposa, Isabel de Farnesio, irradiaban una luz maligna enviada por el mismísimo diablo.
Y sí, hay más. Durante sus peores episodios, decía ser una rana. Literalmente. Saltaba, croaba y todo. La historia de Felipe V demuestra que, a veces, tener corona no te libra de perder la cabeza… o al menos, de andar croando por palacio.

Cuando el zar Pedro II murió sin herederos directos, el poderoso Consejo Privado Supremo decidió que era hora de controlar el trono… desde las sombras. ¿Su plan? Colocar a Ana I de Rusia, sobrina de Pedro el Grande, como emperatriz, a cambio de que firmara unas “Condiciones” que limitaban su poder. Básicamente querían una marioneta con corona.
Spoiler: no les funcionó. Solo 37 días después, Ana rompió el papelito frente a todos, despidió a los boyardos del Consejo y los mandó derechito a Siberia. Así se ganaba el título de emperatriz… y también el respeto de la temida Guardia Imperial, que se convirtió en su respaldo militar.
Ya en control, Ana no perdió el tiempo. Reinstauró una temible policía secreta que se encargaba de intimidar, espiar y hacer desaparecer a cualquiera que se atreviera a cuestionar sus decisiones. Vamos, lo típico en una autócrata con mano dura y poca paciencia.
Pero su desconfianza hacia la nobleza rusa hizo que favoreciera a extranjeros, especialmente alemanes. Uno en particular, Ernst Johann von Biron, no solo ganó poder en la corte, sino que parecía mover los hilos del reino desde las sombras.
Ana murió el 28 de octubre de 1740 sin herederos directos, pero antes de partir nombró como sucesor a su sobrino-nieto Iván VI, que tenía solo unos meses de vida. Sí, dejó el imperio en pañales… literalmente. Una emperatriz que comenzó como títere, y terminó manejando el escenario con puño de hierro y una sonrisa helada.

Luis XIV de Francia, también conocido como El Rey Sol, no se andaba con pequeñeces. Se convirtió en rey cuando tenía apenas 4 años, tras la muerte de su padre, Luis XIII. Como era un niño, su madre Ana de Austria y el Cardenal Mazarino manejaron el reino durante su infancia. Pero cuando Mazarino murió, Luis dijo: «Gracias por todo, pero ahora mando yo», y empezó a gobernar con mano firme… a los 22 años.
Y lo hizo durante 72 años, ¡todo un récord! Ningún otro monarca europeo ha gobernado tanto tiempo. Pero no solo reinó, también dejó huellas de lujo y poder, como el famoso Palacio de Versalles, que mandó construir para hacerlo su residencia oficial. Más que un palacio, parecía una declaración de ego con jardines.
Y hablando de ego, Luis no se quedó corto. Tanto así que el estado de Luisiana, en Estados Unidos, lleva su nombre. Durante los periodos en que estuvo bajo control francés (1682-1763 y 1800-1803), se le conocía como La Louisiane, en honor al rey más brillante (y brillante en serio, le encantaba vestirse con oro).
Luis XIV era un amante del arte, el teatro y el protocolo… pero también de sí mismo. Se rodeó de lujos, fiestas interminables y un culto a su figura que lo hacía sentirse casi divino. Porque si algo tenía claro Luis, era que el Estado era él. Literalmente.

Iván IV de Rusia, más conocido como Iván el Terrible, no se ganó ese apodo por ser simpático. Su historia comienza de forma trágica: quedó huérfano de padre a los tres años, y cuando tenía ocho, su madre murió envenenada, víctima de los clanes boyardos, nobles que se disputaban el poder como si fuera un juego de tronos sin guión.
Durante su infancia, fue aislado en el Kremlin, tratado como un estorbo y sometido a humillaciones por las familias Shuisky y Belsky. Creció rodeado de desprecio, hambre y traiciones, lo que moldeó su carácter oscuro. Desde pequeño desarrolló un odio profundo hacia los boyardos, y cuando logró consolidar poder, no dudó en hacerlos pagar con sangre.
A los 13 años, ordenó que el príncipe Andréi Shuiski fuera arrojado a una jauría. Sí, así de drástico era. Sin embargo, Iván también tenía un lado brillante: era lector empedernido, escribía, y físicamente imponía presencia. A los 16 años, fue coronado oficialmente zar de Rusia, el primero en usar ese título.
Ya en su madurez, su comportamiento se volvió cada vez más errático. Según algunas fuentes, vivía con excesos, obsesiones y arranques de furia. Aunque hay historias turbias sobre su vida privada, muchos historiadores creen que parte de eso fue propaganda polaca para desprestigiarlo.
Lo que sí es cierto: en 1580, durante una discusión, golpeó mortalmente a su hijo mayor, el zarévich Iván, en un ataque de ira. Y con eso, se selló su legado… terrible, pero inolvidable.

Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I de España, fue apodada por la corte como “la reina loca”, aunque su historia es más compleja que ese simple mote. Nació como la quinta hija del duque Felipe II de Orleans, y como esperaban un varón, no se molestaron en ponerle nombre… hasta que la casaron a los 12 años con el heredero al trono español. Un comienzo prometedor, ¿verdad?
Desde su llegada a la corte de los Borbones, Luisa Isabel rompió todos los protocolos. Se decía que corría por los pasillos sin ropa, eructaba y trepaba árboles como si el Palacio Real fuera un parque. Pero más allá de las anécdotas, su comportamiento evidenciaba signos claros de trastornos mentales no diagnosticados con precisión en su época, como el trastorno límite de la personalidad y bulimia.
Sus actos desconcertaban a todos: aparecía desalineada, sucia y sin ropa interior, y a veces intentaba provocar al personal con actitudes inadecuadas. Aunque en público rechazaba la comida, en privado comía de forma compulsiva, incluso cosas que no eran comestibles.
Con el tiempo, su obsesión por la limpieza se hizo evidente. Una vez, ante una sala repleta de cortesanos, se quitó el vestido para usarlo como trapo y empezó a limpiar ventanas como si se tratara de una criada escapada de un drama teatral.
Más que una figura escandalosa, Luisa Isabel fue una mujer incomprendida y estigmatizada, cuyo comportamiento refleja una lucha interna que la corte nunca supo (ni quiso) comprender.
